Rincones del Atlántico

NÉSTOR

Capítulo aparte merece el pintor Néstor Martín Fernández de la Torre (1887-1938). Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, está considerado uno de los más importantes artistas canarios del siglo XX.

Aunque es artista con una personalidad propia al margen de modas y corrientes, se le encuadra dentro del (pos) simbolismo y el modernismo.

En su juventud fue discípulo del pintor catalán Eliseo Meifrén, cuando éste recaló en Las Palmas a finales del siglo XIX, el cual le introdujo en el paisaje y en la pintura impresionista. Aún adolescente, viaja a Madrid para estudiar con Rafael Hidalgo de Caviedes, recibiendo una formación académica y trabajando el retrato y la figura humana. Viaja a Inglaterra donde conoce in situ la obra de los prerrafaelistas, que ejercerán una importante influencia en su arte. Pasa una temporada en París, y realiza algunos viajes por otros países europeos. En 1907 recala en Barcelona, donde su amigo Eliseo Meifrén le introduce en los ambientes culturales de la ciudad y establece aquí su estudio que años más tarde trasladará a Madrid y a finales de los años veinte a París. Artista polifacético, el arte lo impregna todo en su vida: pintor de caballete, muralista, ilustrador de libros, cartelista, decorador, diseñador de escenarios y vestuarios de teatro, de muebles, de joyas, de telas, ceramista...

Su pintura es color, sensualidad, hedonismo; es un canto al amor, a la naturaleza, al ser humano, a la flora local, a la fauna marina y al mar, al mar Atlántico que tanto amó y que tanto le inspiró como a su gran amigo el poeta Tomás Morales. Su obra maestra del "Poema de los elementos" es un verdadero prodigio, uno de los máximos exponentes del arte realizado en las islas. Debería constar de veinticinco cuadros en cuatro "cantos" -los ocho cuadros de "El poema del Atlántico" (1912-1923), los ocho del inconcluso "El Poema de la Tierra" (1934-1938) y los otros dos cantos previstos del aire (8) y el fuego (1)-, pero no llegó a terminarla debido a su temprana muerte.

En él confluyen el ideal clásico y renacentista junto a las corrientes estéticas de finales del siglo XIX y de principios del XX; le inspiran las antiguas leyendas que cantaban a estas islas periféricas y oceánicas: "Las Hespérides", "La Atlántida"..., paraíso soñado y deseado por quien derrocha sensibilidad y cuya pasión es la belleza. Néstor se nutre de la luz de las islas, se embriaga del mar y de sus genes, de sus entrañas, surge como un torrente esa sensibilidad ancestral que proviene de Oriente. "[...] El amor al mar para mí lo ha sido todo. [...] ¡Oh!, en el Atlántico que es el gran amigo de mis sueños yo creo haber llegado a la verdadera posesión de mi personalidad. En el Atlántico siempre se anuncian cosas nuevas y sobrenaturales....".

Y es en esa sensibilidad, cuando regresa a la tierra, a la realidad, a lo cotidiano, donde crece en él la idea de desarrollar una industria turística de calidad que contribuya a mejorar y a hacer avanzar la economía del país. Néstor, desde su lucidez de intelectual y sensibilidad de artista, tuvo la intuición y la visión de cuál podía ser el camino para hacerlo de una manera coherente y eficaz, comprometida con las bellezas y con la cultura tradicional de esta tierra, apoyándose en su mayor riqueza, en su patrimonio, apoyando la artesanía, mejorándola, valorando la flora local, rescatando y revalorizando costumbres y tradiciones, lo vernáculo, y cimentando en todo ello el desarrollo del turismo en las islas. Fue un adelantado a su época, pues supo con antelación que el camino futuro de estas islas iba unido a la protección y a la puesta en valor de sus riquezas naturales y culturales, y hoy en día, setenta años después de su muerte, no sólo no lo hemos sabido comprender, sino que hemos esquilmado para siempre este tesoro único, hipotecando definitivamente el futuro de las nuevas generaciones. De Néstor, no nos quedemos sólo con una parte del decorado, con los pequeños detalles de la mantilla o del traje típico. En un texto recopilado y publicado un año después de su muerte por su amigo Domingo Doreste (Fray Lesco) y extraído de una de sus conferencias para la "revalorización de Gran Canaria" (de abril de 1936), decía: "[...] La belleza de nuestros paisajes sufre los efectos del modernismo standardizado, con el clásico cajón de cemento armado, que desplaza a la típica casa campesina. Proyectos y reformas urbanas se han concebido en vía estrecha. Los árboles y las flores se han visto privados del amoroso cuidado que hubiera hecho de esta tierra un lugar delicioso para el turista. De lo auténtico queda poco. El folklore ha ido olvidándose; y en tema de desaparición, hasta ha desaparecido el inteligente artesano (platero, tallista, forjador, etc.) que a principios del siglo tenía en la artesanía un medio de vida, ante la invasión de mil chucherías que, precisamente por ser exóticas, merecieron acogida preferente".

En la serie "Visiones de Gran Canaria" (1928-1934) representa una arquitectura idealizada, de influencia marinera, local -los riscos- y mediterránea, de formas cúbicas suavizadas por el arco y las curvas, con azoteas y cúpulas. Arquitectura utópica, pero también racional (como la mayor parte de nuestra arquitectura tradicional) y realizable, que sugería un camino hacia un lugar más armonioso y habitable. Junto a él, siempre su hermano, el arquitecto Miguel Martín Fernández de la Torre, de quien dijo Eduardo Westerdahl en su artículo "Regionalismo I-II", publicado en el periódico La tarde en octubre de 1930: "[...] Las islas necesitan sentar -discutidas-, las bases de un nuevo regionalismo. En todos sus problemas, arquitectónico, floreal, agrícola, turístico. Nunca mejor que ahora que hay de una parte una gran acción sin dirección determinada y una gran ideología -posible dirección- sin acción. Nuca mejor que ahora que, en arquitectura, ha aparecido una figura culta de arquitecto (el primero), Miguel M. Fernández de la Torre [...]".

Y terminamos este breve capítulo dedicado a Néstor con el "Canto final" del artículo que anteriormente citamos, extraído de su conferencia y editado en 1939 por la Junta de Turismo: "Islas Afortunadas, Jardín de las Hespérides, Campos Elíseos... tales fueron los nombres que los antiguos asignaron a Canarias, atribuyéndoles condiciones paradisíacas. ¿Será acaso imposible reconquistar esta fama? No lo creo. Es labor que corresponde a los hijos de esta tierra privilegiada, entre los que yo me ofrezco incondicionalmente y prometo cuanto valgo".



LOS DEBATES NORTE-SUR

La situación de las bellas artes canarias antes de la guerra civil española fue convulsa, por cuanto que las tendencias se entremezclaron requiriendo para sí un espacio que muchas veces ni siquiera existía. La fragmentación social básica entre conservadores y progresistas intentó llevarse, también, al terreno de la creación, y no está exento el mismo de la lucha intestina que conocemos como pleito insular, en un momento tan caliente del proceso como fue la división provincial (1927). Esta fragmentación de la región se tradujo en la derivación de movimientos artísticos abrazados con fuerza por los defensores de una u otra idea, y, por añadidura, por los habitantes de una u otra isla. Así, el regionalismo, o el llamado neorregionalismo, que a la postre no es más que una renovación de un capítulo de la cultura burguesa canaria, encontró respuesta con la iniciativa que desde 1918 había lanzado Domingo Doreste en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Éste había fundado un centro libre de enseñanza artística que llevaba por nombre Escuela Luján Pérez, pretendiendo con él cubrir una necesidad existente en la isla de Gran Canaria: la enseñanza del arte. Fue Doreste no sólo el creador sino guía material y espiritual, él, que inculcó en sus alumnos por un lado la libertad creativa, lejos del "aprendizaje presuntuoso y estéril" de la "Academia", y por otro el amor por el paisaje de la isla que tanto amaba, en especial por sus cumbres, por los paisajes áridos y montañosos del sur, sus caseríos aislados y su gente. Propugnó la pintura al aire libre, crear con la naturaleza como modelo.

Las directrices iniciales del centro darían muy pronto resultados sorprendentes, y en ella tuvieron cabida no sólo los pinceles, sino también los ideales. Ideas programáticas que se alejaban de la oficialidad queriendo dar respuesta a problemas sociales a través del arte. En tal sentido, entendemos que el máximo representante de la escuela sería Felo Monzón (1910-1989), quien lograría abanderar a un grupo de artistas situados en la vanguardia que en algún momento de su vida artística hacen paisajismo; paisajismo social. Sus obras no exponen la opulencia del campo canario; más bien al contrario, se hacen eco de los "paupérrimos sures", desaparece el verdor y reflota la aridez. Sólo el color permanece como testigo de una realidad palpable y verdadera que debe ser entendida como una seña de identidad. Monzón sería más tarde el continuador de la labor de Domingo Doreste y el animador e impulsor de la escuela, de la que sería director durante más de treinta años.

Este nuevo paisajismo interpretará los cánones clásicos del género obviando primero la topografía, despreciando después la arquitectura, y reflotando, por último, al hombre y la mujer. La imposición social del arte obliga al artista a colocar en el centro del cuadro a los hombres y mujeres canarios que se dejan la piel en un esfuerzo titánico por obtener resultados satisfactorios de la tierra. Detrás, sus campos, y en medio de ambos, sus casas. Edificios de lí- neas rectas que entran en contradicción con las curvas y voluptuosidades de hombres y montañas, rostros y paisajes surcados por barrancos y cicatrices.



El indigenismo, que así se le bautizó al nacer como imagen y semejanza de tendencias americanas cargadas de matices políticos, se encargó de difundir, especialmente entre la intelectualidad insular, un nuevo modelo de paisaje canario. Desaparecen de un plumazo los verdores y se ponen de moda las panorámicas desérticas, se sustituyen los balcones canarios por los patios soleados, se evita la referencia a la opulencia para detenernos en la observación de la pobreza; se desprecia al rico burgués para entronizar al proletario campesino. Surge como una necesidad, un arte con raíces propias que brota de las mismas entrañas de la tierra.

La primera exposición colectiva de la Escuela Luján Pérez tiene lugar en diciembre de 1929 en Las Palmas de Gran Canaria, trasladándose en mayo del año siguiente a Santa Cruz de Tenerife. Con motivo de esta exposición Pedro García Cabrera publica en el diario La tarde su artí- culo "El hombre en función del paisaje", en el que teoriza sobre esta nueva y moderna visión de lo "regional", del paisaje isleño, aislado por el mar, pero uno sólo mas allá de interesados pleitos y divisiones. "En Gran Canaria hay un predominio del paisaje seco, sahárico. Paisaje de piel y entraña ascética. Sedientos y atormentados por los rayos inquisidores de soles indomables. Montañas de frente calenturienta, hombros quemados y vientre yermo. [...] Nuestro arte hay que elevarlo sobre paisaje de mar y montañas. Montañas con barrancos, con piteras, con euforbias, con dragos. Lo general a todas las islas o casi todas. Nada de Teide, Caldera, Nublo, Roque Cano, Montañas del Fuego... Eso está bien para una guía turística. Eso será para fomentar rivalidades y predominio de unas islas sobre otras [...]".

Las figuras de nuestro arte que mejor expresaron estos sentimientos a través de sus lienzos fueron Felo Monzón, Jorge Oramas y Santiago Santana, personas comprometidas socialmente que aceptaron de buena gana entregar su talento a la militancia cuidando mucho de no desviarse de su principal interés: el soporte de una vanguardia. Ellos eran conscientes de que estaban flotando en una balsa rodeados por un mar de tipismos y de que su obra era formalmente aceptada pero verdaderamente incomprendida, por cuanto que denunciaban en sus cuadros la realidad social de un paisaje, de un paisanaje, que tenía la vida por castigo.

José Jorge Oramas (1911-1935) nació en Las Palmas de Gran Canaria en el seno de familia humilde de origen majorero. Trabajaba como barbero en el barrio de Las Alcaravaneras. Autodidacta, ingresa en la Luján Pérez en 1929 y participa ese mismo año en la primera colectiva de la escuela con una veintena de obras. Intuitivo y con un gran sentido de la composición, su pintura es como sus colores: primaria, pura, limpia, rebosante de luz y de vitalidad. Sus casas, sencillas de formas cúbicas, de tejados o azotea, están siempre presentes en sus paisajes rurales o en sus óleos dedicados al Risco de San Nicolás, que tenía frente a su ventana del hospital de San Martín, donde estaba internado desde 1932 gravemente enfermo de tuberculosis. Esta enfermedad terminó con su vida y con una prometedora carrera, dejando tras de sí, con sólo veinticuatro años, una obra fecunda y personal.

Llamamos la atención sobre un trabajo ímprobo que acometió durante muchos lustros el pintor Santiago Santana (1909-1996), animoso promotor de la arquitectura rural canaria. Él, que, además de con el diseño y la pintura, se ganaba la vida como aparejador de la oficina técnica del Cabildo de Gran Canaria, emprendió una campaña en pro de la conservación y divulgación de los valores estéticos de la arquitectura tradicional de la región, con especial mención a la de su isla natal. Fruto de este trabajo surge la publicación editada en 1991 por el Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Las Palmas titulada Arquitectura rural: Gran Canaria, que recoge algunos de los apuntes y fotografías que realizó durante más de treinta años en su labor como asesor artístico del Cabildo Insular de Gran Canaria.

Una apostilla de gran interés de este movimiento la encontramos en la obra de Jesús Arencibia (1911-1993), quien, aparte de la influencia nestoriana, y tomando los estereotipos del indigenismo emitidos por los teóricos de la Luján Pérez, compuso una estética de signo religioso verdaderamente interesante. Procesiones, cánticos, devocionarios y otros protagonistas del cristianismo evolucionan con sus historias propias en medio del árido y montañoso paisaje grancanario, junto a los cardones, tuneras y tabaibas, y con la arquitectura troglodita de fondo, sacando a la luz elementos de indiscutible canariedad como las albinas mantillas que sustituyen al negro velo.

Cirilo Suárez (1903-1990), hijo del pintor Francisco Suárez León, es un producto de la Escuela Luján Pérez y no sólo por haber sido su alumno, sino también por haber ejercido de profesor de la misma por espacio de varias dé- cadas. Después de una estancia en París, Florencia y Madrid, recupera su casa de Las Palmas de Gran Canaria para hacerse un espacio en el panorama artístico canario. Elige para su estética los tintes del regionalismo, abordando la vida cotidiana de los canarios, en especial de la clase trabajadora, con acentos épicos.

Para terminar este breve esbozo sobre la escuela indigenista, debemos mencionar la figura de Antonio Padrón (1920-1968), con quien podemos decir que llega a su cénit esta tradición iniciada en la Escuela Luján Pérez. Su pintura, original y de fuerte personalidad, se nutre del mundo rural; es pintura étnica, popular, y es un canto de amor a su tierra y a su gente preñado de humanidad.

Frente a esta tendencia se viene planteando en la historiografía artística canaria una escuela más académica, de sesgo conservador, sostenida por dos artistas de calidad como son José Aguiar y Pedro Guezala. La obra de estos artistas está definida por la idea del "buen vivir", partiendo de un espacial parnaso en el que se desarrolla la cotidianidad de los agricultores canarios. El ideal de existencia está, según estos creadores, en el campo, en continuo contacto con la naturaleza, trasegando la vida con las tareas agrícolas y exaltando el pastoreo, la pesca o la trashumancia. El hombre y la mujer se representan como complementos de la naturaleza y todas sus acciones están, en consecuencia, integradas en un medio natural no agredido sino engrandecido por el ser humano. Los colores, la luz, el tratamiento "miguelangelesco" de las figuras, la composición... están en plena sintonía con una idea primaria: la bondad del mago. Sería ésta la quintaesencia de la teoría del buen salvaje, nacida en pleno siglo XVIII pero que ahora, después de la II Guerra Mundial, se instala en las mentes de algunos creadores hastiados del derrotismo provocado por tanto conflicto bélico. Alguna pintura parece, entonces, como un ejercicio de higiene personal, de trinchera ante la barbarie, de salvaguarda de los valores tradicionales de la civilización occidental. La vuelta a los orígenes se propone como una solución radical, pero factible; un regreso que empieza con la valoración superlativa del terruño y sus gentes, de las costumbres ancestrales como fórmula para obtener calidad de vida.

Siendo muy joven, José Aguiar (1895-1976) dejó La Gomera, aunque vino al mundo en la isla de Cuba, para estudiar el bachillerato en el Instituto de La Laguna, y más tarde matricularse en Derecho, la carrera-coartada que muchos jóvenes canarios decían empezar para que sus padres los ubicaran en el Madrid de sus ensueños artísticos. En la capital de España se formó y perfeccionó su arte, que hasta la fecha había sido esencialmente autodidacta, adquiriendo una técnica que más tarde explotaría a favor de su propia estética. Tuvo varias etapas, pero ahora nos interesa su participación en el movimiento regionalista canario, en el que se le admira como un líder. Y no es para menos: sus cuadros de magas, sus murales epopéyicos, principalmente de temática tradicional, están dedicados a la vida campesina, a la recuperación del trabajo agrícola, al entenderlo como punto de apoyo al desarrollo social de Canarias.

Pedro de Guezala (1896-1960) fue un lagunero crecido al amparo de Bonnín, pero en cuya formación tiene un gran peso la influencia modernista adquirida al contacto con los escritores que hacían posible la publicación de la revista Castalia, en la que participaba como ilustrador.

Su amistad personal con Tomás Morales y sus contactos con José Aguiar deben ser considerados las dos caras de una misma moneda. Su aproximación a lo que podríamos llamar el Parnaso Canario está a medio camino de estas dos influencias, ya que las escenas del buen vivir, de las jóvenes chicas bañándose en los manantiales naturales de las islas, y los temas regionales, sus magas, bodegones, o los caminos y escenas rurales donde la casa tradicional es un elemento imprescindible en el paisaje, son un eco de una línea de pensamiento ya muy maduro del romanticismo decimonónico.



Otro interesante pintor contemporáneo de Guezala y de Aguiar es el grancanario Tomás Gómez Bosch (1883- 1980), quien recibe sus primeras lecciones del pintor Nicolás Massieu Falcón. A los 21 años viaja a Madrid para perfeccionar sus estudios de pintura; todas las mañanas irá al Museo del Prado, donde copiará a los más importantes maestros españoles. En su estancia en Madrid conoce a Gutiérrez Solana, Sorolla, Zuloaga y Romero de Torres, con quien seguirá manteniendo contacto y una fiel amistad. A la vuelta a Canarias, y al tener que ocuparse de los negocios familiares, tiene que abandonar la dedicación exclusiva a la pintura y ejercerla sólo en sus ratos libres. Al fracasar los negocios familiares abre un estudio fotográfico, por lo que su nueva profesión le aproxima de nuevo a la creación, a la luz y a la composición. En 1940 realiza su primera exposición individual en el Gabinete Literario de Las Palmas de Gran Canaria, y ese mismo año Francisco Bonnín le invita a exponer en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife. A partir de ese año volcará todas sus energías en su gran pasión: la pintura. Las exposiciones se sucederán: expone cada año en Las Palmas, y más tarde en Madrid, Barcelona, Venezuela... Recibe numerosos encargos de retratos, pinta bodegones, marinas, y sobre todo paisajes, el paisaje del interior, de sus queridas cumbres de Gran Canaria. De él dice María Rosa Bordes Benítez: "El pintor armado de lienzo, paleta y pincel se instala entre los roques y acantilados, a orillas del mar o del barranco, y allí frente a frente crea humildemente su obra, con la ayuda del trabajo constante y de una voluntad que persevera hasta el fin. Gracias a estos elementos, Gómez Bosch continuará pintando y por supuesto exponiendo regularmente su obra ante la mirada escrutadora de su isla natal. La pintura fue su vida y ya no se podrá entender de otra forma".

LIBRO DE ARTISTA

Nos parece que Diego Crosa pudo, a comienzos del siglo XX, inaugurar en Canarias una tradición: la del libro de artista. Es más: la del libro de artista dedicado a la arquitectura canaria, ya sea ésta rural o urbana, pues sus plumillas, de las cuales su libro Rincones de Tenerife es una relevante aportación, tienen el sesgo de lo costumbrista, sin llegar a desarrollar, en primera instancia, una poética consolidada. La mayoría de sus dibujos están dedicados a la arquitectura más interesante de las islas Canarias, a distintos rincones con tipismo y sabor.



Canarias conoce desde hace mucho tiempo una tendencia que enaltece los valores de la arquitectura vernácula a través de ilustraciones, estampas que se enmarcan entre los paginados de libros para ofrecer al público una visión de una realidad regional. Se trata de una exposición imaginaria en la que los cuadros, las láminas, están seriados y vienen a completar una visión ofrecida por el artista sobre un asunto concreto: la arquitectura mudéjar canaria.

Así, debemos referirnos en este artículo a las publicaciones del artista Juan Davó, ya mencionado en un capítulo anterior, quien posee una obra impresa verdaderamente importante, por cuanto que auxilió a muchos ayuntamientos a la hora de publicar un afiche de tal o cual fiesta. Su trabajo como publicista se mueve dentro de los parámetros del tipismo y entresaca los motivos que ya había memorizado para rendir las planchas de sus dos carpetas, las que llevan por título Estampas isleñas (que consta de seis litografías) y Tenerife (cincografías a la sanguina), obras que vieron la luz en 1945 y fueron realizadas en la Litografía Romero.

Otros títulos de gran entidad que vienen a engrandecer la tendencia podrían ser las Estampas rústicas de Servando del Pilar (1932-1933); la carpeta de Mariano de Cossío titulada Estampas de Tenerife (once litografías), con diferentes vistas de Santa Cruz de Tenerife, La Laguna y varios pueblos del norte de Tenerife; los dibujos e ilustraciones publicados en la Revista nacional de arquitectura del año 1953, dedicada enteramente a Canarias; Tenerife, dibujos, de Manolo Sánchez, que salió a la luz en el año 1971 sobre los caseríos rurales de la isla; el Cuaderno de arquitectura primitiva de Lanzarote realizado por el arquitecto Enrique Spínola; los dibujos utilizados por César Manrique en su afamado libro Lanzarote: arquitectura inédita, compartiendo espacio con las magníficas fotografías de Francisco Rojas Fariña; o la amplia colección de plumillas abordadas por José Bernardo González-Falcón bajo el título genérico de Arquitectura antigua.

La técnica varía, aunque predomina la plumilla y tinta china, lo cual nos indica que el resultado es negro sobre blanco, una forma inteligente de abaratar los costos de la edición sin perder por ello el interés artístico del producto final. Sólo el caso de Santiago Alemán, artista lanzaroteño que publica sus Tesoros de la isla en fechas muy recientes (año 2000 y afortunadamente reeditado en 2007), es una ruptura a tener en cuenta de la tradición, ya que el libro no sólo fue publicado en color, sino que, además, en él hace referencias a otros elementos patrimoniales característicos de la isla de Lanzarote con independencia del amplio apartado que le ofrece a la arquitectura del lugar.



Fue el malogrado historiador del arte Alfonso Trujillo quien escribió el prólogo de la tercera carpeta de la colección de plumillas de José Bernardo González Falcón, la dedicada a la Arquitectura antigua de la villa de La Orotava, que salió a la luz en 1975, editada por el Aula de Cultura del Cabildo de Tenerife, años después de que lo hicieran sus carpetas dedicadas a La Laguna (1970) y Santa Cruz de Tenerife (1971), editadas éstas por el Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Santa Cruz de Tenerife. Más tarde conocería el público la dedicada a la arquitectura monumental de la villa y puerto de Garachico, publicada en 1977 por el Aula de Cultura y con prólogo de su compañero Adrián Alemán de Armas. Estos dibujos a pluma, con independencia del tono conciliador que el autor tiene con la arquitectura que representa, suponen un hito cultural sumamente interesante en el contexto de la recuperación de la cultura vernácula. Falcón y personas como Adrián Alemán (periodista, escritor, historiador aparejador...) supieron estar a la altura en el momento en el que se les necesitó. Cuando el franquismo parecía que iba a ser eterno, cuando las voces de la intelectualidad regional habían enmudecido para sólo pronunciarse con los "sí quiero", aparecieron algunos "disidentes" cuya acción fue determinante para establecer la recuperación de la otra arquitectura canaria que había sido ocultada, por pobre, durante generaciones. El libro dedicado al caserío de Masca firmado por Adrián Alemán fue un best seller al que acudíamos todos aquéllos que pretendíamos valorar un poco la arquitectura autóctona. Su texto, junto a las ilustraciones, ha sido utilizado por proyectistas y gente particular para realizar sus casas y recuperar así la esencia de la arquitectura de nuestros antepasados.



En tal sentido, su trabajo debe ser visto como el inicio de una estela seguida por profesionales, con especial mención de los aparejadores, que han sabido reflotar lo mejor de una arquitectura que en ocasiones sólo ha merecido el calificativo de "construcción".

Muchas de las investigaciones llevadas a cabo como trabajos de campo han logrado con el paso de los años convertirse en libros. Monografías dedicadas a barrios, a elementos o a intentos de recuperación patrimonial que forman al día de hoy una extensa relación de esfuerzos individuales que han logrado sacar del ostracismo la arquitectura popular canaria.

Citaré a continuación a algunos autores, y sus obras, aun a riesgo de dejar fuera de la nómina a personas y trabajos verdaderamente importantes. A todos los omitidos involuntariamente les pido, de antemano, perdón. Creo que el escultor y técnico Fernando Garciarramos marca la diferencia con su trabajo dedicado a La ventana tradicional (1991), realizado en equipo con José Manuel Alonso; lo mismo que el aparejador Miguel Ángel Fernández Matrán, con infinidad de publicaciones en revistas y simposios internacionales en los que habitualmente participa haciendo una defensa de los valores socioculturales de la arquitectura regional canaria. Ellos plantaron la semilla en el seno de la Escuela de Aparejadores de la Universidad de La Laguna, junto a otros compañeros como Walquirio González Carrillo o Enrique Rodríguez Sanz, que a finales de la década de los 80 del siglo XX publicó varias monografías sobre arquitectura tradicional.

Con acento propio están los trabajos de Facundo Fierro, el magnífico trabajo de un joven José Miguel Alonso Fernández-Aceytuno sobre la arquitectura popular de Fuerteventura, las aportaciones de Francisco Remedios Acosta para la arquitectura rural del valle de Güímar o las especificidades de algunas interesantes viviendas de Pájara, Fuerteventura, recogidas, estudiadas y publicadas por el arquitecto José Luis Gago en el libro Hallazgos de la arquitectura canaria del casco de Pájara (2001).

Un caso ciertamente insólito lo encontramos en el trabajo del arquitecto lagunero Fernando Lecuona de Prat, quien en su juventud emigró a Argentina llevando en su maleta la esencia del balcón canario. Sus vivencias y la implantación en Salta de este típico y característico elemento de la cultura mudéjar desarrollada en Canarias fueron estudiadas al alimón por Alemán, García y Gottfried en El balcón que llegó de las islas (1996).



DE LO TÍPICO A LO TÓPICO

Bueno sería decir que la preocupación por el paisaje, como género tradicional, se mantiene en las producciones de los artistas contemporáneos tan sólo como ejercicio de aprendizaje, pero que una vez llegados a su veta particular lo abandonan al entenderlo un género superado y anodino. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX se mantuvo el género como siempreviva, que a pesar de estar seca y cortada de raíz mantiene su color, aunque no su fragancia. Así, la pintura de paisaje, aquélla que incluía o no alguna que otra casa, hacienda o similar, aquélla preocupada por el paisanaje, se estableció como una basa segura del éxito de cualquier pintor.

En tal sentido, no es de extrañar que autores como Álvaro Fariña, Francisco Borges Salas o Mariano de Cossío tengan en sus respectivas producciones algunos cuadros, cuanto menos, dedicados al paisaje de las islas Canarias. Fue una generación de pintores nacidos al terciar el siglo XIX, creadores con grandes fundamentos teóricos y una abundancia de conocimientos muy superior a la que habían mostrado sus maestros y tutores. Además, comportan un periodo de madurez y responsabilidad para con la cultura regional canaria, a la que alimentan después de que algunos de ellos recorrieran media Europa empapándose de experiencias vanguardistas, o al menos de recoger las vivencias experimentadas al contacto con entidades de mayor calado. Artistas embebidos en el academicismo, que pierden por el camino los prejuicios provincianos que gobernaban buena parte de la creatividad regional. Su admiración por lo autóctono les lleva a disfrutar de una pintura que hacía las delicias de una elite ansiosa por poseer objetos suntuarios realizados por artistas locales y cuyo valor de mercado era más que accesible dadas las bajas cotizaciones que por aquellos momentos estaban en liza.

Álvaro Fariña (1897-1972) representa el alba interrumpida de la modernidad canaria. Él, que desde Tacoronte se lanzó a París donde expuso -a donde fue junto a su esposa Antonia Domínguez, hermana del pintor Óscar Domínguez-, él que había estudiado en Barcelona y Madrid y había sido discípulo de Muñoz Degrain y de Julio Romero de Torres, se tuvo que conformar con enseñar artes y oficios en la capital tinerfeña y practicar una pintura inteligente en la soledad de su estudio, realizando muy pocas exposiciones.

Francisco Borges Salas (1901-1994), artista polifacético -escultor, tallista, dibujante, acuarelista, pintor, grabador...-, comienza sus estudios muy joven en la Escuela de Artes y Oficios de Santa Cruz siendo alumno de Pedro Tarquis, Teodomiro Robayna, y Manuel González Méndez. En la década de los veinte se convierte en uno de los principales ilustradores de las islas, realiza trabajos de publicidad, publica sus dibujos en La esfera, trabaja como dibujante en la revista Hespérides... Pasa una temporada en París, y a su regreso trabaja como profesor en la Escuela de Artes y Oficios, de la que es destituido al poco tiempo de empezar la guerra. Como otros artistas e intelectuales de su época, tras la guerra civil decide exiliarse y embarca con su familia y con su hermano Miguel hacia Venezuela, donde permanece más de veinte años, viviendo de su trabajo creativo. Los dos hermanos se casaron con dos hermanas, Cristina y Nivaria, hijas de Patricio Estévanez y sobrinas de Nicolás Estévanez, y vivieron en la simbólica Casa de Gracia hasta que tuvieron que partir hacia América. Su dibujo brillante y de exquisita técnica tiene tintes apocalípticos; su interés por la figura humana en medio de discursos homéricos, de batallas bíblicas o de capítulos épicos y mitológicos, prevalece por encima de cualquier otro elemento estético, entendiendo que el ser humano está anclado en medio de una tragedia llamada vida. Su numerosa obra gráfica, generalmente de temática mitológica y religiosa, es de una gran calidad, dominando las técnicas del buril y el aguafuerte. En su variada obra, realizada en muy diversas técnicas y estilos, y en diferentes épocas que abarcan casi todo el siglo XX, nos encontramos con algunas referencias a la arquitectura tradicional y al hábitat como escenario donde transcurre "la existencia humana".

Y ya que mencionamos anteriormente a Óscar Domínguez (1906-1958), no podemos dejar pasar la ocasión de nombrarlo, al menos, como el principal pintor canario de todos los tiempos, si exceptuamos a Manolo Millares. Domínguez no estuvo jamás comprometido de verdad con su tierra, pero tampoco la despreció, y tenemos constancia de algunas referencias que han sido sacadas a la luz en varias ocasiones. Nos referimos a las citas puntuales que hace de la insularidad y de algunos símbolos de Canarias en varias de sus obras, insinuaciones que en el caso de una litografía titulada Tenerife: el mejor clima del mundo, diseñada por el artista del surrealismo para un cartel turístico, muestran, con líneas tan sencillas como elocuentes, un paisaje canario, con el inevitable Teide de fondo, en el que se localizan la casa canaria y la palmera. Toda una declaración. Pero al hilo de nuestro discurso debemos decir que aqué- lla fue una generación marcada, también, por las cicatrices de una vergonzante guerra que aún mantenía su olor a pólvora y que desde finales de los años 30 dejó una irrespirable lacra que imposibilitaba el desarrollo de las artes. A pesar de ello los artistas emprendieron su propio camino amparándose en su arte y explotando a ojos vistas los motivos que se encontraban en su andar. Uno de ellos fue el tipismo, y así se explica que autores como Mariano de Cossío, sin haber nacido en Canarias, se convirtieran en cantores de la esencia vernácula de las islas. Mariano de Cossío (1890-1960) nació en Valladolid, estudió artes y arquitectura en Madrid y llegó a Santa Cruz de Tenerife para ocupar una plaza de profesor ganada por oposición. Había nacido en medio de una familia muy vinculada al arte barroco vallisoletano (su hermano era director del Museo de Escultura Sacra de Valladolid) y se había perfilado como un delfín de la llamada renovación regionalista hispana. De esta manera, al contacto con la realidad y el paisaje canarios se dedica a producir obras de signo costumbrista.

La rememoración de la geografía canaria en los cuadros de última tendencia es tan sutil que apenas se reflejan detalles de calidad reconocibles, pareciéndonos un ejemplo interesante las referencias a la arquitectura local que hizo César Manrique para los murales del primitivo Parador de Turismo de Arrecife. Algo parecido ocurre con Pepe Dámaso, especialmente cuando produce pintura narrativa, o con Máximo Escobar al profundizar en otras visiones de una realidad palpable (El Cotillo).

Tal vez las notas de calidad y el sostén de una ética que no ha tomado los derroteros de la vulgaridad los encontremos en los puristas que conforman la Agrupación de Acuarelistas Canarios, una institución a la que dio forma el gran Bonnín en el año 1940 marcando desde aquella fecha las pautas de un grupo de artistas que, utilizando la acuarela como técnica, iniciaban un compromiso preciosista con su tierra. Bien es verdad que no todos los agrupados se han centrado de igual manera en loar el paisaje canario, pero sí lo ha hecho la mayoría, aceptando de buena gana los postulados estéticos del maestro fundador. De aquellos pioneros, y de sus sucesores, debemos dejar algunas líneas, empezando por un colaborador de Bonnín como fue Constantino Aznar de Acevedo, quien, llegado a la isla de La Palma como profesor de francés, se enamoró del paisaje de las islas. O Mario Baudet Oliver, pintor nacido en Tenerife, buen amigo de Antonio González Suárez, que residió en La Palma y encontró en la Caldera su particular parnaso. No se puede olvidar tampoco a Comas Quesada, con sus versiones de la marina canaria y sus caseríos rurales.

Antonio González Suárez (1915-1975) es uno de los más interesantes acuarelistas de la agrupación, nace en Santa Cruz de La Palma, aunque cuando tiene un año su familia se traslada a La Laguna. Fue un pintor autodidacta y más tarde discípulo y yerno de Mariano de Cossío. Su estética es presentada por la historiografía canaria como el grado de madurez que superaba la obra de Bonnín. Poseía una gran formación adquirida en sucesivos viajes a la España peninsular, a Inglaterra y Noruega, afianzando una pintura sólida que huía del excesivo colorido que otros pintores, caso del maestro Bonnín, tenían como estigma. Abrió su obra un debate, aún inconcluso, sobre los abusos del color, estableciendo una línea discordante frente al fundador de la agrupación y teniendo todos los miembros que posicionarse en una de las dos orillas establecidas por los iniciadores. En esta tesitura se movieron durante décadas las producciones de Valerio J. Padrón Pérez, Juan Toral, Juan Galarza -maestro de jóvenes generaciones y además excelente caricaturista- o Francisco Bonnín Miranda, el continuador de la estela Bonnín.

Precisamente este artista nació con la responsabilidad de cargar con la herencia de un padre que para la sociedad canaria de mediados del siglo XX fue el pintor de los pintores. No hubo casa pudiente entre los años 50 y 60, cuando el desarrollismo franquista logró elevar una economía de babuchas, que no tuviera en su comedor un Bonnín. Así, Francisco Bonnín Miranda heredó una forma de hacer arte que con el tiempo maduró, y todo gracias a un alejamiento voluntario de la tierra canaria. El establecimiento en Cataluña fue para este pintor y su arte un hecho determinante que no sólo le otorgó perspectiva insularista, sino que además le contagió la esencia catalanista de su acuarela. Su obra parte, sin lugar a dudas, del patrimonio paterno, pero en ella se vislumbra el eco peninsular que se traduce por la suavidad en la luz, por la incorporación de la neblina y por una aplicación cromática más educada y sutil.

Es factible, entonces, hablar de bonninistas, es decir, de pintores que utilizando la acuarela han mantenido latente la estela del maestro Francisco Bonnín. Con mayor o menor fidelidad están los trabajos de aguadas hechos por el palmero José Acosta Lorenzo, Ernesto Beautell (conocido por su aproximación al folclor regional), y el grancanario Pedro del Castillo Olivares, quien además de recibir lecciones de Bonnín, también las recibiría de un clásico como fue Nicolás Massieu. Y sobre todo siguieron la andadura del maestro Bonnín su discípula Ángeles Cerviá y sus dos hijos: el ya nombrado Francisco y Antonio Bonnín Miranda.

Esta forma de hacer arte, eligiendo aspectos etnográficos de una realidad circundante, viene siendo explotada con grandes garantías de éxito por casi todos los miembros de la Asociación de Acuarelistas Canarios, pero algunos han hecho del motivo un género y así lo ponen de manifiesto las producciones de Guillermo Sureda, que antes de partir a hacer las américas obtuvo ya notable prestigio como acuarelista no sólo en su Arucas natal, sino en la España peninsular. Estas claves también han sido explotadas por Pablo Martín Madera -con sus casitas blanquecinas en medio de montañas modeladas por los vientos canarios-, Adolfo Moreno y Orestes Anatolio.

Con toques más aguados tenemos la producción de los palmeros Roberto Rodríguez y Siro Manuel, que de joven ingresó como alumno de la Escuela de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona, ciudad donde se establecerá más tarde, y que tiene una dilatada trayectoria profesional desde que en 1950 expusiera en La Laguna por vez primera.

Todos ellos, y algunos más, suponen la médula espinal de un género que se propuso, de forma involuntaria si se quiere, la divulgación de los valores etnográficos de la Canarias rural, y muchos partieron de este discurso para adentrarse, posteriormente, en alegatos más sofisticados e intelectuales. Es el caso de Alberto Manrique, destacado miembro del grupo LADAC (Los Arqueros del Arte Contemporáneo), que rompió aguas en 1950 presentándose al gran público como un paisajista de pro.

Con algunos otros participantes de esta aventura acuarelística debemos hacer un apartado en el que se sitúan Manolo Sánchez, Dimas Coello, Jesús Ortiz, Rafaely, Raúl Tabares, Galarza, Fernando Massanet y Manuel Martín Bethencourt, que además de hacer una acuarela figurativa, personal y de gran calidad, tratan también de renovarla buscando una mayor libertad creativa y experimentando con nuevas técnicas y con la abstracción.



La acuarela en Canaria sigue gozando de buena salud, y aunque algunos de los artistas nombrados anteriormente ya han fallecido, muchos siguen todavía en activo, y además, en los últimos años, ha surgido una nueva generación de jóvenes acuarelistas con gran dominio de la técnica como Miguel González o Pastora Izquierdo.

Sin embargo, el abuso del género en etapas anteriores ha dado como resultado el rechazo sistemático de los pintores de caballete y el abordaje sin contemplaciones de artistas de medio pelo que han encontrado un filón por explotar, pues -no lo olvidemos- el género sigue siendo uno de los preferidos por el gran público canario. La bonanza del discurso, su carácter decorativo y el desprendimiento de un halo de canariedad apreciado por quienes lo poseen, hacen que los cuadros costumbristas mantengan un nivel de aceptación popular que no alcanza ningún otro género.



Tal vez debamos poner a salvo a algunas figuras del panorama artístico canario que han tratado intensamente el paisaje canario con una exquisitez propia de los maestros. Entre ellos destacamos -aunque con estilos muy diferentes- a Bruno Brandt, Francisco Concepción, Miró Mainou y Martín González. Personas llenas de oficio que marcan una frontera entre la pintura culta y la popularización de un género del que bien se ha sabido apropiar el negocio turístico a través de las postales.

Con esta idea puntualizamos las aportaciones hechas en la isla de La Palma por dos de sus más representativos autores. El primero de ellos es Bruno Brandt (1893- 1962), un pintor nacido en Berlín, que tiene una biografía de novela. Su presencia en La Palma se verifica por vez primera en 1923, regresaría de nuevo a las islas en 1930; recorre las islas a pie y duerme bajo las estrellas. Realiza dos exposiciones individuales en el Círculo de Bellas Artes, en 1930 y en 1931. Su estilo ejerce una gran influencia en Bonnín y otros artistas de la época y también posteriores. Viaja a Madrid, donde reside por algún tiempo, y después de muchos viajes y vicisitudes, regresa a La Palma hacia 1950 tomando Breña Baja como su último refugio, huyendo de los fantasmas bélicos de la segunda guerra mundial y de la cárcel del gobierno alemán a la que llegó por negarse a participar en la guerra como soldado. Brandt es autor de una pintura de estilo personal, marcadamente expresionista, que responde a su rebeldía, a sus impulsos vitales, los mismos que le animaron a hacer un viaje frustrado a la India o a vivir en Madrid haciendo acuarelas por encargo.



Y de la azarosa vida de Bruno Brandt nos alongamos a la parsimoniosa cotidianidad de Quico Concepción (1929- 2006), el pintor de la Caldera, como se le llamaba entre sus paisanos. Un artista acomodado en su obra cuyas horas del día estaban regidas por un orden que parecía dictado por la abadesa del mejor convento palmero. Su fijación, la isla de La Palma, quedó retratada infinidad de veces, llegando su producción a un grado de aceptación social cuyo eco es equiparable al de Bonnín en la isla de Tenerife.



Otro interesante pintor del paisaje de las islas es Miró Mainou (1921-2000). Nacido en Cataluña, se establece en 1949 en la isla de Gran Canaria. Realiza una obra personal en la que a través de la observación de la luz, las formas y los colores, representa la pureza y la virginidad de la naturaleza insular. Tanto en sus pinturas de arquitectura rural como en las que representa los paisajes montañosos de Gran Canaria, los áridos y ocres de Fuerteventura o los volcánicos de Lanzarote, es capaz de captar la esencia, el alma de las islas, como un poeta cuyo cuaderno es el lienzo y la pluma sus pinceles.

Para el final hemos dejado las citas a una personalidad única en eso de pintar casas canarias. Nos referimos al pintor de Guía de Isora Manuel Martín González (1905-1988), quien contra viento y marea, estando de moda o no, siendo vanguardia o retaguardia, fue siempre fiel a su estilo. Martín González es, en este sentido, un pintor atípico, y demostró su valía como artista desde muy joven, cuando contactó con empresas cubanas para desarrollar una intensa labor de publicista en La Habana. Al regreso a Canarias se asentó en su pueblo y desde él se apoderó de un archipiélago que convirtió en su plató personal. El paisaje de cada una de las islas está reflejado en sus lienzos; telas que, por otra parte, acometía en plena naturaleza, pues no fueron pocas las pernoctaciones que Manuel Martín González hizo en medio de Las Cañadas, o donde fuese, con tal de captar los primeros rayos solares que le daban al paisaje el matiz que buscaba. La casa humilde, la casa canaria, comienza a apoderarse del centro del lienzo nada más iniciar su trayectoria como pintor, ya que encontró en el hogar de sus padres la morada humilde que alcanzaría la epopeya de sus cuadros más pronto que tarde. Fue el pintor de la naturaleza canaria aceptando con igual gracia los grandes complejos basales que las coladas piroclásticas, las masas boscosas, la infinidad arenosa o los pelados campos abandonados por el agua. En todos ellos la naturaleza se conjuga sabiamente con la casa popular, y si no fuera porque Martín González fue pintor, su obra parecería más un catálogo del buen hacer constructivo tradicional que otra cosa.



A MODO DE BREVE EPÍLOGO

La aparición masiva de turistas a partir de los años 60 del siglo XX fue una inyección muy saludable para la economía canaria, pero la entrega sin condiciones a la industria del ocio ha comportado una serie de riesgos que se aprecian también en las bellas artes. Uno, el que ahora nos interesa en este ensayo, es el de la degradación de la imagen de Canarias, una imagen desenfocada por mor de la necesidad de adaptar la realidad a las exigencias de los turistas.



Se propuso, desde los comienzos de la nueva industria, hacer un acople de las costumbres canarias a la vida cotidiana de los visitantes, de manera que se empezó a trastocar poco a poco la originalidad de las manifestaciones en pro de agradar a unos visitantes que gastaban generosamente su dinero. Lo más curioso del asunto es que la idea fuese ya propuesta desde los años 30 por una figura como la de Néstor, quien pensaba abiertamente poner el archipiélago canario a disposición de la incipiente industria turística.

Él, en varias ocasiones, alentó a la población grancanaria, especialmente a las mujeres de esta isla, a desmaquillarse, a utilizar los trajes típicos, por él diseñados, o a perpetuar las viejas costumbres ya perdidas como era la de ir a lavar a la acequia. Su planteamiento no era otro que hacer de la vida campesina una estampa rural que fuese del agrado de unos turistas convertidos en espectadores de excepción, cargados con sus cámaras a la espera de escenas repletas de tipismo ofrecidas por unos actores de carne y hueso.

Pasado el sarampión del turismo como negocio fácil, patología que es fácilmente apreciable en las miles de litografías que cuelgan sobre las cabeceras de las camas de apartamentos y hoteles, el género ha mostrado síntomas de recuperación. En efecto, y separando el grano de la paja, debemos decir que la buena línea paisajística canaria ha rebrotado y que algunos pintores, fieles a sus principios, han sabido mantener sus posturas figurativas ante las embestidas de la posmodernidad floreciente. Jóvenes y no tan jóvenes han rescatado del olvido y el ostracismo una pintura que fue denostada por bobalicona, "fragilona" dirían los canarios, pero que ha demostrado su resistencia, y artistas con una personalidad propia como Juan Mazuelas, Julio Padrón, Pedro Fausto y Lucas de Saá, entre otros, mantienen el respeto por una tradición que va mucho más allá de los modismos culturales impuestos por el dirigismo estético.

Por otro lado, hay un grupo heterogéneo de creadores de distintas generaciones, de tendencias más vanguardistas y cercanas a la abstracción, que vuelve hacia una pintura más figurativa. Artistas como Manolo Casanova, Pedro González, Gonzalo González, Juan Gopar, Fernando Álamo, Juan Hernández, Juan José Gil... retoman la temática del paisaje, la naturaleza, la arquitectura, así como, con una renovada visión personal, algunos iconos regionales que inspiraron a generaciones anteriores.

También algunos artistas europeos que han recalado en las islas, las han elegido no sólo como residencia sino también como musas de su inspiración, haciendo una pintura en la que el paisaje y la naturaleza insular son el centro de su obra. Destacamos a Vicki Penfold (Polonia), Guido Kolitscher (Austria) y Lambert van Bommel (Holanda). Estos dos últimos, además, representan con bastante frecuencia en sus obras la arquitectura tradicional de las islas.

Como hemos podido ver a lo largo de nuestras palabras, la presencia de la arquitectura popular canaria en la plástica tiene una trayectoria discontinua. Un camino desigual marcado por los modismos artísticos en los que la casa tradicional cobra el protagonismo que le corresponde por ser admitida como un elemento de gran calado en la representatividad del regionalismo.



La vivienda fue concebida, en este contexto, no sólo como el escenario en el que se desenvuelve la vida cotidiana de los insulares, sino también como factor de diferenciación social por el que se mide la calidad de un hipotético pedigrí que ha querido encontrar en la pintura y sus variables artísticas un eco que establezca la supremacía entre seres humanos nacidos, todos, bajo el mismo sol.

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