Fuerteventura isla ballena
Tony Gallardo Campos
Gerente de Medio Ambiente del Cabildo Insular de Fuerteventura,
director del proyecto MARMAC en Fuerteventura
(Iniciativa Europea, Interreg III B Azores, Madeira, Canarias)
Fotos: Manolo Carrillo, Marisol Soto, Carlos de Saá
Dibujos: Sergio Hernández Bello
Fuerteventura descansa ingrávida en ese mar Atlántico turquesa y azulina que la rodea. Descansa quieta, aboyada como si de un enorme cetáceo se tratara que hubiera emergido para aspirar el soplo de aire que lo mantiene vivo. Al fin y al cabo, las islas siempre se nos antojan vivas, dinámicas, como animales acuáticos que surgieran del lecho de los mares y alumbraran a la vida con su primer soplido de lava incandescente. Un soplo por otra parte, que como el estertor de los recién nacidos, es un desgarrador comienzo entre la ingravidez de nuestro mundo agua y la pesadez de nuestro mundo aire. Así las cosas, islas y ballenas comparten un destino común, la maldita dualidad de vivir entre dos mundos y la solitaria condición de náufragos del tiempo.
La Fuerteventura ballena, la Fuerteventura isla, sin embargo, luce en su lomo las estrías de mil batallas. Su piel parece requemada por miles de años de andar emergida. Sus barrancos y laderas nos recuerdan la tez rugosa y endurecida de rorcual viejo surcada por cientos de cicatrices en su lucha contra los elementos. En sus costados podemos apreciar las rasas mareales, incrustadas de mariscos a modo de epizoítos adosados a la baña viajando a través de los siglos, y sus montañas nos sugieren la fuerza que encierra su poderosa osamenta de cetáceo. Ballenas o peñas, que emergen o se sumergen a merced de los mares en su San Borondonica condición. En cada zambullida a cientos de metros de profundidad, quizás mil, juegan a encontrarse con los preciosos tesoros de abismo en forma de millones de luces fluorescentes de pequeñísimas partículas de vida, algo que los marineros llaman krill y los científicos zooplancton, el auténtico maná de la vida. En su sabiduría milenaria las ballenas echan el chinchorro con las fauces abiertas dejando que sus barbas flexibles hagan el trabajo de cernir el océano. Cuánta vida hace falta para satisfacer la necesidad de energía de estos mastodontes del universo azul. En qué fábrica se fundieron los elementos que han dado lugar a semejantes artilugios biológicos.
El silencio abisal se puebla de sonidos intensos de distinta cadencia. A decir de los marineros, verdaderos entendidos en la materia, se trata de cantos de maternidad, de amor, o soledad. Algunos de estos sonidos son tan tiernos que evocan un arpegio de emociones indescriptibles que te abducen al infinito azul. Estos mamíferos marinos llevan tanto tiempo en el agua que forzosamente han de contarse mil y una historias de zozobras, cuentos de desolada soledad de náufragos errantes. La realidad, es que estos dinosaurios del mar, se comunican, hablan de su mundo, avisan del peligro a sus congéneres. Ahora, en este tiempo que toca, hablan de la oscura condición del hombre, ese mamífero bípedo que abandono el agua hace ya milenios para volver a ella con rencor. Historias de sobrepesca, de contaminación, de desidia. Historias de autodestrucción y desequilibrio.
Esa isla ballena llamada Fuerteventura después de años dormida, de repente, se encuentra hoy frente a frente a su destino. Necesita como lo necesitan los cetáceos que la acompañan desde hace millones de años de cariño y cuidado. No puede aguantar por más tiempo sonidos desgarradores de buques guerreros, ni la contaminación, ni la basura, no resiste más orificios de arpón para robar su sangre, no aguanta más peso de cemento y piche.
Quizás este pequeño rincón emergido de nuestro atlántico merezca como sus congéneres mejor destino que amanecer varado cualquier día en la playa de la devastación. Tal vez merezca un santuario de vida para seguir nadando tranquilo.