El Valle de la Orotava era la joya más valiosa de nuestras islas: los grandes naturalistas lo habían hecho célebre;
viajeros venidos de todo el mundo lo admiraron
estáticos y confusos; los grandes poetas
lo proclamaron “Jardín de las Hespérides”,
último resto del edén que perdiera
la humanidad. Soberanos y personas
notables de todo género respiraron
sus ambientes, el mundo
entero tiene noticia de esta maravilla
de la naturaleza, y muchos, que
tal vez nada saben de la existencia
de las Islas Canarias, conocían
la del encantado vergel en el que
hemos tenido la suerte de nacer.
En el valle todo era sublime: En
ocasiones se veía el sol quebrar
sus rayos en el mar en numerosas curvas de
agua, y en las nevadas cumbres del Teide, otras,
ocultarse detrás de las nubes convidando a
melancó1ico soliloquio y fotografiando en la
retina este hermoso espectáculo.
Se veía la luna rielar en el mar y las estrellas fulgural
límpidamente, los árboles de los montes
alfombrados de verdes, los barrancos despeñar
en invierno las aguas, las flores poseer matices
tan delicados, que los artistas no pueden copiar
sus colores y las hojas de las plataneras, hacer
de grandes huertas lagunas verdosas por el
día, y tomar un curioso tono plateado en las
noches que Diana se quita el antifaz.
Se veía también el humilde helecho cubrir
el empedrado de calles y casas y así asegurar
que Homero estaba en lo cierto cuando creía
que la “Mansión de los Campos Elíseos”
estaba en el Valle de la Orotava.
Cuantas maravillas ostentaba el mundo, allí
estaban reunidas. Árboles de todos los climas,
flores de perfumado aroma, plantas cuyas
largas hojas ocultan los plateados hilos de
tímidos arroyos que, de vez en cuando, dejan
percibir cascadas abrillantadas que refrescaban
esa singular vegetación.
El Valle era en su conjunto un ameno y
extenso jardín, y en él, hallaban, lo mismo
el viajero que lo visitaba por curiosidad o
pasatiempo, que el turista ilustrado y estudioso,
empinadas lomas y riscos
abruptos, terribles despeñaderos,
barrancos profundos, bullidoras
cascadas, mansos arroyuelos, plácidas
llanuras y los climas de casi
todas las partes del mundo.
Desde que en sus últimos avances
en la conquista de la isla de Tenerife,
Lugo y los suyos entraron por
primera vez en aquel delicioso
valle, muchos han sido los calificativos que se le ha dado a este
incomparable marco natural sin parangón en
nuestra patria. Este valle fue la “Arautapala” de
nuestros antepasados los guanches, el “Jardín
de las Hespérides” y “Los Campos Elíseos”
de Homero, y como dijo Beleastel “El país
donde se disfruta una eterna primavera” o
como repitiera el mismo, “Un jardín de flores
saturado de perenne y embalsamado aroma”.
El mismo jardín que había contemplado
Humboldt maravillado, hasta el punto de
decir de él que “era el cuadro más variado,
de más atractivo y más hermoso por la distribución
de las masas de verduras y de las
rocas, incluso después de haber recorrido las
orillas del Orinoco, las Cordilleras del Perú y
los hermosos Valles de Méjico”.
Viajeros que vagaban por mundo buscando
emociones y recuerdos para el alma; turistas
que marcaban en el libro de las memorias
sus pasos, pintando las más dulces impresiones
del corazón, enfermos que huyendo
de la muerte anhelaban un nido donde reposar
de las fatigas que oprimen el pecho
dolorido, venían donde se hallaban las eternas
primaveras y las espléndidas campiñas,
penetrando en el interior de Tenerife, una de
las Canarias y llegando hasta el Valle de Taoro
para que sus pulmones se impregnaran de una
atmósfera llena de ligera frescura que les mantenía
la vida.
Pero hoy en día sería de ilusos seguir buscando
algo que relacione el valle actual con la
versión paradisiaca que nos dejaron escritores
y viajeros de épocas pasadas.
El desastre urbanístico permitido por los
diferentes municipios que forman parte de
esta comarca natural en los últimos años ha
sido vergonzoso, y ni siquiera, los tres conos
volcánicos que destacaban en el paisaje del
valle: la Montaña de las Arenas, la Montaña
de los Frailes y la Montaña del Granadillar, se
han salvado del afán especulador; la primera
coronada por un hotel, la segunda por un
colegio privado, y la tercera por una industria
de aglomerados que ha conseguido la proeza
técnica de borrarla del mapa.
Nuestros políticos han olvidado que la Naturaleza
es la esencia de la vida misma, es el hábitat
donde confluyen la vida animal y vegetal
y es el hogar primario del ser humano, por lo
que es prioritario darle su verdadero valor.
Prueba de ese olvido lo tenemos en la desaparición
de sistemas de cultivo tradicionales
de gran valor cultural y paisajístico, lo que
ha provocado un importante deterioro estético
y desencadenado procesos de degradación
que dañan la utilización del paisaje del
Valle como recurso turístico. Por desconocimiento
o por negligencia se han pasado por
el forro la importancia que tiene tener en
cuenta este factor en la conservación de un
paisaje que ha sido modelado por la naturaleza
y luego por el hombre desde tiempos
inmemoriales.
El corazón del Valle, el mismo que hizo llorar
de emoción a miles de viajeros, se ha convertido
por obra y gracia de la nefasta política
urbanística del Ayuntamiento de La Orotava
en una macro zona industrial y comercial
que está hundiendo el comercio tradicional
de los municipios de esta parte de la isla,
acabando de paso con el mejor suelo agrícola
que pueda existir en este planeta azul
llamado Tierra.
Los Realejos tampoco se ha quedado atrás.
Según el profesor de la Universidad de La
Laguna Antonio Alvarez en el Libro Los Realejos
una síntesis histórica, el municipio perdió
en 35 años (1960-1995) más de 10 millones
de metros cuadrados de superficie cultivada.
Estas cifras tan catastróficas parecen no preocupar
mucho a los políticos que deben velar
por proteger un recurso tan escaso como el
suelo, ya que en los últimos ocho años ha
calificado como urbano otro par de millones
de metros cuadrados de suelo para acabar con
suelos agrícolas tan importantes como los de
La Hacienda de Los Príncipes.
Del turístico Puerto de La
Cruz basta decir que todo su
escaso suelo está declarado
como urbano para llegar a
comprender el destino final
de este Valle de la Orotava
al que todos hemos contribuido
a destruir.
Los nuevos viajeros que
recorren el Valle en la actualidad,
más prácticos pero
menos románticos, siguen
viniendo convencidos que lo que ven en unos
bien cuidados folletos promocionales, son los
restos del mítico Jardín de Las Hespérides y
buscan desesperadamente el aire que llene sus
viciados pulmones y el verde manto de plataneras
que ciegue sus ojos. Pocos saben que
la mayor parte de los nacientes que dieron
su verdor a este vergel están contaminados
porque las autoridades de este Valle no han
tenido tiempo de crear la infraestructura
adecuada para depurar nuestras aguas fecales,
haciendo oídos sordos a las continúas denuncias
del desaparecido geólogo portuense
Don Telesforo Bravo.
Lo más triste de todo, es que los mismos que
han contribuido a masacrar el Valle con sus
políticas urbanísticas, ahora se llenan la boca
hablando de desarrollo sostenible, cuando
saben y sabemos, que al ritmo que nos están
imponiendo, esto no han quien lo sostenga.
La defensa y conservación de
estos bienes naturales deben
ser integradas al proceso de
desarrollo de nuestras islas y
de nosotros mismos; sólo así,
la industria turística puede
seguir siendo el soporte de
nuestra economía.
Esto sólo se consigue con
un desarrollo sostenible del
hábitat rural y urbano que
no comprometa los valores
paisajísticos, histórico-artísticos y ambientales,
de modo que transmitamos a las futuras
generaciones, lo que las anteriores nos han
transmitido, sin deteriorarlo.
Isidro Felipe Acosta