Los Jardines de Castro y la recuperación de un Paraíso.
“La naturaleza logra una configuración ordenada e inteligente...”
Hans van Groen
GERARDO FUENTES PÉREZ
PROFESOR TITULAR DE HISTORIA DEL ARTE DE LA UNIVERSIDAD DE LA LAGUNA
PRESIDENTE DE LA ASOCIACIÓN CULTURAL “PATRIMONIO Y NATURALEZA DE LA VILLA DE LOS REALEJOS”
Cuando Hans Meyer, aquel explorador alemán que visitó Tenerife a finales del siglo XIX, se acercó a la Rambla de Castro quedó fascinado ante la variada y exuberante vegetación que se extendía a golpe mágico por todo el litoral de Este a Oeste. Y la misma fascinación
envolvió al naturalista e historiador francés
Sabin Berthelot (†1880), quien no dudó
en compararla con los jardines de Armida,
legendario personaje e inspirador de la ópera
que lleva su nombre compuesta en 1777
por Glück. De igual manera, Jules Leclercq,
otro científico francés que pudo disfrutar de
este hermoso paraje, afirmó que la variedad
de su flora era comparable a la que contempló
en Río de Janeiro y que sus abundantes
grutas -refiriéndose sobre todo a aquellas
que se abren en los acantilados- le recordaban
la isla de Calypso, célebre ninfa que
retuvo a Ulises durante siete años prometiéndole
la inmortalidad si se casaba con ella.
Y no podemos olvidar los merecidos elogios
que el profesor de Economía Política
de la Universidad Complutense (Madrid),
don Benigno Carballo Wangüemert, dejó
en sus numerosos artículos. Uno de ellos,
publicado en “Las Afortunadas” (1857), cali-
fica la Rambla de Castro como “bellísimos
jardines casi a la orilla del mar”. La misma
opinión tuvieron otros tantos ilustres visitantes,
viajeros y amantes de la naturaleza,
como Adolph Coquet, arquitecto y escritor
nacido en Lyon (1841), contratado para
llevar a cabo el Hotel Taoro (Puerto de la
Cruz). Una vez en su país natal publicó
la conocida obra que lleva por título Une
excursión aux Îles Canaries (1884) donde se
recoge sus experiencias en la Rambla de
Castro, que fue también observada y admirada
por los artistas tanto locales como foráneos;
recordar a Alfred Diston, J.J. Williams,
Marianne North que, hospedada en la casa
de Castro (1878), llevó al lienzo dos interesantes
y sugestivas panorámicas del barranco
y de sus jardines, hoy expuestos el Kew
Garden (Londres); Olivia Stone, Elizabeth
Murray, Florence Du Cane, o nuestro afamado
fotógrafo Marcos Baeza.
Con toda seguridad, el promotor de estas
tierras, el mercader portugués Hernando de
Castro (comienzos del siglo XVI), que da
nombre a la conocida Rambla y casas de
su propiedad, no se hubiese imaginado que
esta heredad sería objeto de admiración y de
estudio. Sus descendientes, que gozaron de
reconocido prestigio social, fueron los verdaderos
artífices de los jardines. Unos jardines
que, a pesar de los continuos reclamos por
parte de científicos y estudiosos, no fueron
los únicos de Los Realejos. Sin pretender
ahondar en ello, debemos de reconocer el
planteamiento, la belleza y la riqueza botánica
del perteneciente a la hacienda de “Los
Príncipes” (Realejo Bajo), que fue propiedad
de los Adelantados de Canarias; fruto de
los avatares históricos, aún este jardín parece
esforzarse por no sucumbir a tanta adversidad,
mostrando, al menos veladamente, la
grandeza del pasado. Asimismo, los “jardines
de Poggio”, que debido a su popularidad
dieron origen al topónimo local “El Jardín”,
entre “La Carrera” y “La Zamora”. Con un
trazado más modesto, son los que rodean
las haciendas de “El Socorro” y “La Torre”,
de vegetación cuidada y diversa, en plena
Rambla de Castro.
Todos estos jardines no obedecen a modelos
establecidos; su organización es el resultado
de la complicada adaptación al terreno,
generalmente en pronunciada pendiente,
primando, como en Castro, la naturaleza
sobre el arte, tal y como lo definió el
gran teórico de la jardinería francesa Dezallier
d’Argenville (1709). Aprovechando las
ventajas orográficas - rápida caída de la
desembocadura del barranco...-, aquellos
jardineros, dejándose llevar por la natural
intuición, supieron distribuir ingeniosamente
la diversidad botánica, confiriéndole
una armonización y una estética dignas de
todo respeto. Esta armonización ha sido la
que nos ha cautivado y seducido a todos.
Los que pudimos contemplar y disfrutar de
este excelente paraje damos testimonio de
ello. Porque hasta los años setenta del pasado
siglo, es decir, hasta un poco antes de que
se produjera aquel atentado permitido por
nuestras autoridades con objeto de reducir a
la nada este hermosísimo lugar, autorizando
la construcción de una de las urbanizaciones
más lujosas de Europa, la Rambla de Castro
con todo su contenido histórico, artístico
y botánico aún permanecía radiante, tal y
como lo contemplaron aquellos viajeros del
pasado; apenas había diferencia. La misma
plasticidad percibida por el citado profesor
Carballo Wangüemert: “Verdaderos sitios de
placer en donde se pueden disfrutar los
goces de la vida campestre”. Precisamente,
los que fuimos niños allí, los que correteamos
y jugamos en sus laberínticos paseos,
bajo las sombras de sus gigantes árboles,
podemos afirmar que las palabras del profesor
eran ciertas; él descubrió lo mismo:
“Cascadas donde salta caprichosamente el
agua, fuentes que le dan vida con su agua
pura y cristalina”. El agua, ¡qué dulce sensación
y que grato recuerdo! El señor Carballo
no se equivocó.
Aún permanece vivo,
muy vivo, en mi recuerdo el ruido del agua
por las atarjeas y acequias, a veces manso y
silencioso, y a veces alborotado. Ese sonido
tangible, irrefutable, constante e invariable,
casi iconográfico, que definió desde el siglo
XVI este paraíso. Los estanques, rodeados de
una densa capa de musgo, recibían sin detenerse
los chorros del preciado líquido procedentes
de otros manantiales. Sin embargo,
el rincón más íntimo, generador del jardín,
era sin duda, “La Madre del Agua”, como
si de una gruta mítica se tratara, sombría y
misteriosa. En lo alto del barranco, entre
grandes helechos y frondosa arboleda, brotaba
el agua; el murmullo de la cascada
se expandía por todas las terrazas. El agua
bajaba por la estrecha quebrada, de prisa,
tropezando con los pedregales que se ocultaban
bajo el nutrido follaje para morir en
la playa. Las esbeltas y desafiantes palmeras,
eternas y sublimes, los dragos, los laureles de
Indias, nogales, tabaibas, cañaveras, tarahales,
adelfas, arrayanes, las flores... todo, todo fue
nuestro; un verdadero paraíso “a la carta”.
No necesitábamos nada más. Los jardines de
Castro nos hacían felices. Los paseos a diferentes
niveles siempre nos sorprendían con
pequeñas fuentes, grutas, canapés, florones,
placitas recoletas que invitaban al descanso o
a la lectura, teniendo el murmullo del agua
como cómplice de nuestros pensamientos.
Los puentes sobre la quebrada, repletos de
enredaderas, los cenadores y la cueva de “El
Guanche”; abajo, la playa acantilada, de arena
negra, frente al islote de “El Camello”.
Y en medio de esta naturaleza se alzaba la
casa, una vieja casa que pudo escapar de
la barbarie, y que hoy contempla un escenario
triste, poco grato, degradante, paupérrimo,
desprovisto de aquella rica, variada y
seleccionada vegetación que dieron fama a
los jardines. Las terrazas permanecen solas,
devastadas. Los paseos han perdido su dirección;
sólo uno nos conduce al fortín de San
Fernando. El manantial de “La Madre del
Agua” se muere; la arboleda es pobre, sin
fuerzas, y sus característicos olores, aromas
y perfumes son ya recuerdos. Un paisaje
lamentable. Lo que fue y lo que es. ¿Dónde
está aquel jardín que descubrieron los viajeros
y los realejeros de entonces? ¿es posible
recuperarlo? Todo depende de nosotros, de
la formación intelectual y moral de nuestros
gobernantes que aún no han descubierto el
“paraíso” que nos hace hombres libres.
Don Hernando de Castro y descendientes,
señores Berthelot, Coquet, Diston, Williams,
Carballo Wangüermet, Baeza, y tantos otros,
distinguidas señoras Murray, Stone, Du Cane,
North... sinceramente, lo sentimos.
Agradecemos muy sinceramente a D. Isidro Felipe
Acosta las aportaciones fotográficas.
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