Rincones del Atlántico



Imeldo Bello Baeza
El fotógrafo montañero


Dory Tamajón
Fotos: Imeldo Bello Baeza

Imeldo Bello Baeza fue un hombre extraordinario, cordial, generoso... pero ante todo, alguien que encontró en la naturaleza toda la grandeza de los Dioses. Las montañas, caminos, gentes y los paisajes de nuestras islas eran el templo de su adoración.

Era tal su recogimiento ante tanta grandiosidad, que retenía el silencio para almacenar en cada latido de su cámara un trozo de espacio lleno de vida, sabiendo atrapar con su especial sensibilidad múltiples imágenes que llenaban su retina, dejándonos innumerables negativos que conforman su valioso legado artístico hecho ya historia, enriqueciendo así el Patrimonio Cultural de nuestra Comunidad Canaria.

Fue también fiel notario de cuantos acontecimientos sociales, políticos y culturales registró el valle de La Orotava y sobre todo su Puerto de la Cruz durante varias décadas. El objetivo de su cámara enfocó el perfil de grandes personalidades que desfilaron por nuestra ciudad y también a personajes populares que, por una u otra razón, tuvieron que pasar por su estudio. Sus negativos retienen la evolución que se iba produciendo en su pueblo natal, el Puerto de sus amores, sin que escapara a su curiosidad el más mínimo detalle desde los inicios de nuestro siglo, porque de lo que no fue autor y testigo lo reconstruyó con la aportación de sus ascendentes artísticos, así como del material que reunió a lo largo de su creativa vida.


Esperemos que algún día veamos hecho realidad el homenaje que se merece este hombre y su apellido, y que sea el punto de partida para la creación de la Fundación Baeza dedicada a la conservación, divulgación e investigación de tan valioso legado fotográfico.

Imeldo Marcos Bello Baeza nació en el Puerto de la Cruz, el 16 de septiembre de 1916, hijo del sureño Marcos Bello Baeza, casado a los 17 años con Ramona Baeza Acosta, de 23 años, y nieto del famoso pintor, retratista y fotógrafo Marcos Baeza Carrillo.

Se crió en un ambiente artístico y fotográfico por parte de su abuelo y su y su madre Ramona, mujer sensible y trabajadora, que al quedarse viuda, se dedicó a la fotografía, cuya técnica había aprendido de su padre Marcos Baeza Carrillo. Amaba la naturaleza y en sus ratos libres se iba a La Guancha, Icod, La Rambla y Santa Úrsula a fotografiar los paisajes y personajes que descubría en su caminar. También tenía dotes de pintora que por circunstancias de la vida no pudo desarrollar.

Es así como cuenta Imeldo sus primeros pasos en la fotografía:

"Mi padre regresaba de Cuba y murió a los 30 años, tenía yo trece o catorce años cuando mi tío Paco Gómez le dijo a mi madre: a Imeldo hay que ponerlo a aprender fotografía".

Así, con una cámara en mano, comenzó su andadura artesanal y rudimentaria, como era la fotografía en aquella época. En un principio, el joven Baeza disparaba la cámara y en la película quedaba impresionada la realidad tal cual era. Pero, poco a poco, movido por la curiosidad, su tenacidad y por creer que detrás de la fotografía había algo más que la técnica de los encuadres, el campo de foco, el diafragma, los revelados...entró en juego la creatividad y la imaginación, la luz, la sombra, el contraste, el motivo, el instante y la magia personal y, de este modo, surgió este genial fotógrafo bajito, calvo, sonriente, socarrón, poco hablador en público y amigo de sus amigos.

"Mi base cultural no ha sido muy amplia y cimentada. Mi padre murió cuando yo era muy joven y mi madre tuvo que mantenernos y todo eso me entorpeció un poco. En los primeros momentos de mi aprendizaje de la fotografía no me enseñaban, sino me esclavizaban... Luego, pasé a Foto Central (Foto Alemana) donde sí aprendía realmente. Pero me faltaban ciertas habilidades artísticas que se desarrollaron después, cuando fui a la casa Biquer, donde conocían a mi padre. Aquí amplié mis conocimientos sobre la fotografía y, posteriormente, mi gran maestro fue Adalberto Benítez."

"Antes, hacer una foto era una aventura. Los aparatos y medios de aprendizaje eran muy rudimentarios, convirtiéndose en un trabajo muy complicado. Yo encuentro que hoy en día hay una evolución, en aquellos tiempos hacías una serie de cosas que no se valoraban, como el prepararte tus propios líquidos de revelado. Hoy se consigue con mucha más rapidez, obteniendo las copias al poco tiempo de haberlas sacado. Pero recuerdo que en mi época sacaba las fotos en la sociedad de Iriarte, iba a mi casa, revelaba la placa, sacaba las copias y volvía al baile; las tenía relativamente rápido. En general se trabajaba con procedimientos distintos a los de ahora. Muchas veces las fotos se exponían al sol, se hacían virajes con oro y la calidad de éstas se mantenían sesenta o setenta años después gracias a la cantidad de lavados que se le aplicaban."

Baeza era por esta época sinónimo de calidad. Él lo tenía siempre presente, la fama de sus antepasados lo empujaba a superarse.

"Ser el mejor costaba bastante y mucho sueño perdí por este motivo. Al Puerto llegaban muchos fotógrafos que se querían instalar, y con la disculpa de que los retratase, iban a ver realmente cómo trabajaba. La gente del Puerto era muy novelera, pues cambiaban de fotógrafo, pero yo iba mejorando y cada vez ofrecía cosas distintas. Al cabo del tiempo retornaban mis antiguos clientes. Por aquel entonces se vivía muy malamente de la fotografía y máxime yo, que tenía varias empleadas y al mismo tiempo debía mantener a mi familia.

Cuando una fotografía costaba aquí seis pesetas, en la Península costaba sesenta o más . Una vez me dijeron: ‘en la fotografía hay que incluir el vestuario, el coche, la educación de los hijos, tu posición... porque si no, los fotógrafos, nunca vamos a levantar cabeza’. En una ocasión le hice una foto a un cómico extranjero, que andaba por aquí, era para un periódico de Inglaterra, con tirada de un millón de ejemplares. Cuando me preguntaron lo que costaba, no les quise dar un precio, aunque pensé pedirles trescientas pesetas, y dejé a su voluntad lo que quisieran pagarme. Cuál fue mi sorpresa, al cabo del tiempo, cuando me enviaron nada menos que tres mil pesetas;
¡yo no me lo creía!" Como fotógrafo, Imeldo, no buscaba sólo la fotogenia sino que intentaba captar el alma de las personas.

"Para mi siempre ha sido interesante coger a una chica que no fuera guapa y tras estudiarla, buscándole el ángulo que más le favoreciera, escudriñarle su interior. Las fotos de los niños era otra cosa distinta, porque siempre se muestran naturales, son ellos los que mandan y yo, lo único que tengo que hacer, es captar el instante. El niño cogía la tarta de cumpleaños y empezaba a comérsela manchándose los dedos ante el espanto de su madre, pero yo le decía: así son ellos y así hay que sacarlos."

"Tenía una amiga a la que le gustaba mucho que le sacara fotografías, yo le decía que me dejara en paz, que tenía mucho trabajo en el laboratorio, pero me insistía: ‘Imeldo, ya estoy preparada.’ A mi, este tipo de fotos, me gustaba sacarla con los hombros descubiertos pero con una tela que cubriera el pecho. Una vez estaba fotografiando a una Miss de la Vera, y dicha tela se le cayó, entonces paré de hacer fotos, y ella comentó: ‘siga, siga don Imeldo’... y yo, seguí. Era una mujer muy guapa a la que se le podía sacar mucho partido, muy fotogénica".

Aquí vemos cómo su creatividad e investigación le llevó por azar a descubrir el filtro difusor, "Tenía una lente que estaba en casa de mi madre, porque no sacaba las imágenes muy claras y me di cuenta que era porque había un error en el cristal; comencé a usarla en unas fotos como un difuminado donde apenas se veía la silueta, cosa que a las mujeres les encantaba, pues les daba la sensación de estar en el paraíso, en un sueño. Las fotos de boda, eran para mi una tragedia, porque, no sé qué mala suerte tenía, que siempre se me averiaba el flash. En ocasiones tuve que hablar con el cura para repetir alguna escena, especialmente cuando se casaban por poderes, en este caso la fotografía era testimonio de dicha unión".


Imeldo, como cronista, es clave importante para seguir el desarrollo histórico del Puerto de la Cruz. Desde el punto de vista social encontramos decenas de fotos de familias que lo habían perdido todo y que vivían en “ciudadelas” (conventos, casas señoriales o empaquetados, que se malhabilitaban en la época de la posguerra), hacinadas en la más profunda miseria, de las cuales una de las más conocidas era la denominada El Convoy. Todo esto era captado por su objetivo, testimoniando la cruel realidad de esa gente. También reflejó en sus instantáneas fiestas, celebraciones y actos de familias distinguidas del valle de La Orotava.

Como amante de la naturaleza captó ese surrealismo del que también se diera cuenta Bretón en su visita a Las Cañadas del Teide, donde sintió que el tiempo allí se había detenido para siempre, donde oía el latido de las lavas y de las retamas, donde se sintió transportado a otra realidad que nunca soñó pudiera sentir en algún otro rincón del planeta. Lugar al que llevó por primera vez al acuarelista Francisco Bonnín, el cual maravillado por tanta belleza y colorido, le dijo que su retina no podía captar tal espectáculo natural. En el mundo de la conservación de la naturaleza desempeñó un papel importante, no sólo porque presidió y dió nombre a una peña de montañeros, la Peña Baeza, cosa que no le gustaba, sino porque fue fedatario público con la máquina fotográfica, casi siempre en blanco y negro, de una etapa del antiguo Instituto Nacional para la Conservación de la Naturaleza, ICONA, ya que acompañó durante años, por algunas de las Islas Canarias, como Tenerife, La Gomera y El Hierro, a un joven ingeniero de montes, Isidoro Sánchez, que se afincó en el Puerto de la Cruz y que, como Imeldo, presumía de ser un hombre del Valle. Dejó constancia de la serie de árboles históricos que, años atrás, describiera el recordado periodista tinerfeño Leoncio Rodríguez. Plasmó las esencias forestales de La Gomera, El Cedro y Meriga, Vallehermoso y Guadá, además de San Sebastián y sus monumentos colombinos. Fotografió a Valentina, la de Sabinosa, en recordadas excursiones por la Isla del meridiano, al igual que a José Padrón Machín, y de manera singular las sabinas de La Dehesa Comunal y el Árbol Santo o Garoé. Cuidó mucho las fotos en las que captó la experiencia hidráulica de Zósimo con la sabina de la Cruz de los Reyes. Sus vivencias como montañero junto a Telesforo Bravo, el “padre” Paco Ortiz, Vicente Jordán, Luis Espinosa, Celestino Padrón, Juan Pedro y otros, quedaron reflejadas en un libro singular, Tenerife a Pie, escrito por uno de sus miembros, Vicente Jordán, que además gustaba de caricaturizarle por la idoneidad de sus perfiles humanos. Disfrutaba mucho de los conciertos primaverales de los pájaros en libertad y se sentaba en los caminos a escucharlos y a remedar sus cantos. En cuanto podía, cambiaba los bártulos del taller fotográfico por la mochila, las botas y el pantalón corto. Su personalidad era otra. Fue una persona que rezumaba bondad, alegría, optimismo, sabiduría y modestia, casi nunca tenía prisa. En las excursiones marcaba su cadencia particular a la hora de caminar. Daba gusto ir a su lado. En el arte de la fotografía fue un profesional fuera de serie, plasmando el alma de nuestra naturaleza agreste y abrupta, los barrancos violentos, las cumbres blancas.

Su generosidad fue tal que entregó una colección de sus fotos de la naturaleza, la mayoría en blanco y negro, al Centro Ecológico de La Laguna, en un acto sencillo presidido por el entonces jefe del Servicio Forestal, el ingeniero José Miguel González, quien le agradeció el detalle por la selecta colección de fotografías.

Imeldo era un hombre lleno de anécdotas, no le gustaban los coches ni el asfalto, ni los ruidos en demasía, aunque por otro lado, roncaba de manera exagerada lo que le creó muchos problemas en los ratos de excursión. Gustaba de conversar con sus amigos, sobre todo con Sventenius, el botánico sueco que se afincó en El Puerto a principios de los años cuarenta, con el profesor Telesforo Bravo y el doctor Celestino González Padrón, con los que trataba de manera recurrente en las Cañadas y Masca. El patio de su casa, en la calle Valois, se convertía en una tertulia singular.

Participó en la política municipal, como su abuelo Marcos Baeza, fue concejal de jardines y barrancos del Ayuntamiento portuense y se preocupó de la promoción turística de El Puerto de la Cruz. Apuntó como idea motor la construcción de un monumento a la temperatura, pendiente aún de ejecución, representando las cuatro estaciones del año entrelazadas, idea que plasmó en una acuarela su amigo el pintor Teodoro Ríos, por cuanto entendía que era el elemento climático que había propiciado la divulgación turística del municipio por parte de los europeos. Importó de Venezuela, con ocasión de una visita que hiciera a su recordada hija María Elvira, algunas matas de uveros que fueron plantadas en los paseos de las playas del municipio portuense. Era amigo de la obra de César Manrique y de los artesanos del valle, a quienes fotografió en los primeros momentos de las ferias locales. Sobre todo de la zona de La Florida y Pinolere, adonde acudía en contadas ocasiones para disfrutar del campo. Amó como pocos a su pueblo natal, el Puerto de la Cruz.


Desde el punto de vista arquitectónico denunció los desastres que se hicieron en el Puerto de la Cruz en los años 60 a causa del "boom turístico". Luchó por conservar la belleza de numerosos rincones y casonas antiguas que caracterizaban al casco viejo de la población y que los turistas apreciaban.

Fue durante mucho tiempo corresponsal gráfico de El Día y La Tarde, y no quedó ningún personaje que pisara la Isla que no fuera retratado por él.

Solía decir que la amistad es una cosa muy seria. Que tenía muchos conocidos, pero amigos unos cuantos. Quien lo conoció le cogió afecto. Sacaba optimismo de los sinsabores para presentar siempre un rostro alegre y amistoso. El único defecto que se le conoció fue que nunca salía en sus fotografías.

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