El Almendro de Santa María de Gracia
"Ecos y Aromas de la tierra, recuerdos del pasado, remembranzas tristes,
días de paz y ventura ... ¡cuántas. cuántas cosas inolvidables evoca el almendro
de Santa María de Gracía!"
Leoncio Rodriguez
Introducción: Lazáro Sánchez Pinto - José de Viera y Clavijo
"El Almendro de Gracia": Leoncio Rodriguez
Fotos: Imeldo Bello García - Rincones - Óscar Suárez
El almendro (Prunus amygdalus) es un árbol caducifolio que pertenece a la familia de las rosáceas. Por lo general, no supera los 4-5 m. de altura, aunque algunos ejemplares viejos pueden alcanzar los 10 m. Su corteza es lisa y de color verdoso-marrón cuando joven, pero se va agrietando y tornándose gris a medida que envejece. Las hojas son alargadas y estrechas, de color verde claro, con los bordes dentados o festoneados, las pierde a principios del invierno y, poco después, empiezan a reventar las yemas florales. Las flores surgen aisladas o en grupos de cuatro o cinco. Son pentámeras, con 5 sépalos y 5 pétalos, éstos de color rosado o blanco. La floración alcanza su esplendor a principios de febrero, aunque desde diciembre ya se ven ejemplares floridos. El fruto, que tarda unos 9 meses en madurar, tiene la cáscara (exocarpo) y la pulpa (mesocarpo) correosas, y envuelven un hueso leñoso (endocarpo), en cuyo interior se encuentran una o, a veces, dos semillas. Es una drupa, del mismo tipo que los frutos del melocotonero o del ciruelo, árboles que también pertenecen al género Prunus y que están estrechamente emparentados con el almendro.
Se cree que es oriundo de las regiones montañosas del oeste de Asia (Irán, Irak, Afganistán, etc.), donde aún se encuentra en estado silvestre. Su cultivo se remonta a épocas muy antiguas, hace 4000 ó 5000 años, y se extendió por toda la cuenca mediterránea de mano de los fenicios y, posteriormente, de griegos y romanos. Los persas lo difundieron por las regiones semiáridas de Asia hasta China, donde ya se conocía en el siglo X antes de Cristo.
El cultivo del almendro requiere pocos cuidados, ya que es resistente a la sequía y puede prosperar en terrenos incultos. Se desarrolla muy bien en suelos sueltos, ricos en humus y con buen drenaje, aunque también lo hace en suelos francos, incluso calizos, pero no tolera temperaturas bajas ni excesos de agua. Existen dos variedades típicas: amara, que es la más rústica y produce almendras amargas, y dulcis, de la que existen numerosos cultivares hortícolas que dan almendras dulces.
Las almendras dulces son muy nutritivas: más de la mitad de su peso corresponde a grasas vegetales digeribles, tienen más proteínas que la carne de vaca y son ricas en fósforo, calcio y vitaminas del grupo B. También poseen una enzima, la emulsina o sinaptasa, que favorece la digestión. Desde el punto de vista medicinal, aumentan la secreción de leche materna cuando ésta es escasa y tienen propiedades antihelmínticas, esto es, favorecen la expulsión de lombrices intestinales. La leche de almendra, que se obtiene triturando almendras secas y peladas y luego mezclándolas con agua, se recomienda como sustituto de la leche de vaca y en tratamientos de problemas cardiovasculares y diabetes. Las almendras amargas contienen además amigdalina, un glucósido que por acción de la emulsina y en presencia de agua, produce ácido cianhídrico. Este ácido, antiguamente llamado ácido prúsico, se combina con el potasio para dar cianuro potásico, que es un veneno muy potente. Por suerte, las almendras amargas, como su propio nombre indica, tienen mal sabor y son raros los casos de envenenamiento involuntario por ingestión de esta variedad.
En España se cultivan actualmente más de 40 formas diferentes de la variedad dulcis, y es el segundo país productor de almendras del mundo (257.000 Tm. en 2001), detrás de Estados Unidos (386.000 Tm. en 2001). Las más resistentes y productivas proceden de injertos de formas dulcis en patrones amara. También se pueden injertar en patrones de melocotonero o ciruelo, y el resultado es un árbol que produce frutos de ambas especies.
No se sabe con certeza cuándo se introdujo en Canarias, aunque debió ser poco después de la conquista, cuando los primeros colonos europeos comenzaron a plantar árboles frutales como duraznos, membrillos, castaños, cítricos, moreras, etc. Las higueras ya existían en tiempo de los guanches. El cultivo del almendro se extendió rápidamente gracias a sus propias características ecológicas, entre otras razones, porque podía prosperar en terrenos secos y duros, sobre todo en aquellos dominados hasta entonces por el
pino canario. De hecho, en la actualidad, las mayores poblaciones de almendros se encuentran en zonas potenciales del pinar, como Garafía (La Palma), Vilaflor (Tenerife) o Tejeda (Gran Canaria). Con respecto a esta última localidad, Viera y Clavijo escribía en el siglo XVIII:
Tejeda es tierra de promisión para el almendro; pero el diente del ganado cabrío y la indolencia de sus naturales son obstáculos constantes para la cosecha de un fruto que podría contribuir a la felicidad del país.
Y qué duda cabe que los canarios, no sólo los naturales de Tejeda, seríamos más felices si aprovecháramos mucho más este magnífico fruto que tradicionalmente se ha consumido en nuestras islas de tan diversas formas: crudo, tostado, frito, garrapiñado, en potajes, pucheros o, en repostería, para elaborar almendrados, queso de almendra, bienmesame y otras exquisiteces.
Almendro (Amygdalus)
Por José de Viera y Clavijo
De su
obra: Diccionario de Historia Natural.
Arbol precioso, que medra con toda prosperidad en todas nuestras islas, elevándose mucho y decorando con sus flores los primeros anuncios de nuestra temprana primavera. Su tronco es recto, de madera muy sólida, y frondoso aunque no muy copudo. Sus hojas son largas, estrechas, enteras, puntiagudas, orladas de dientecillos, de un verde blanquecino, parecidas a las del durazno, pero más cortas. Sus flores constan de cinco a seis pétalos blancos, de figura oval, escotados por el borde superior; un cáliz cóncavo dividido en cinco puntas; veinte estambres desiguales, y un ovario cuyo fruto de hueso cónico, es a los principios velloso y tierno, y luego correoso y resequido, dentro de cuyo pellejo está el cuesco ligeramente picoteado, donde se encierra la pepita. Es árbol africano, y se dice que de la Mauritania fue llevado por primera vez a Europa. Medra en los terrenos secos y de temperie cálida. En Canaria, es el suelo de Tejeda una tierra de promisión para el almendro; pero el diente del ganado cabrio, y la indolencia de sus naturales, son dos obstáculos constantes para la cosecha de un fruto que podría contribuir a la felicidad del país.
Hay almendras dulces y amargas, y de las dulces, unas son mollares por lo tierno de su cáscara; y otras más recias y duras de partir. Las amargas ocasionan en las aves y otros animales, mortales convulsiones. Bien conocido es el gusto sabroso de la almendra, aunque como abunda en aceite suele ser indigesta. Machacada en agua da una emulsión o leche blanca, propia para alivio en las enfermedades inflamatorias, y calmar el ardor del pecho. Su aceite sacado sin fuego, y tomado en dosis considerable, es purgante. Su goma tiene las mismas virtudes medicinales que la goma arábiga; y las hojas del almendro son un pasto con que engorda prontamente el ganado.
El Almendro de Gracia
Por Leoncio Rodriguez
Del libro: Los árboles históricos y tradicionales de Canarias. (Crónicas de divulgación). Biblioteca Canaria. S/C. de Tenerife, 1946.
No precisamente como árbol histórico, pero si como árbol tradicional, evocador de toda una época, bien merece figurar en esta sección el almendro de Santa María de Gracia.
Con su tronco ya casi carcomido, sus brazos escuálidos y sus hojas macilentas, todavía se yergue en el jardín de la antigua casa de los Estévanez, como un valetudinario que añora tristemente su lozanía perdida. Hoy, falto de savia y de vigor, apenas si logra disimular sus achaques con algún brote florido al llegar los días primaverales. Pero sus raíces -raíces hondas- continúan firmes y ahincadas en la tierra, esforzándose en sostener la carga de decrepitud que pesa sobre ellas. Y en pie está todavía el anciano almendro, «recio como las patrias rocas».
Ningún marco más adecuado para lo que este árbol tiene de simbolismo isleño, que el paisaje que le rodea, de sello netamente canario. Un barranco poblado de euforbias y retamas: una ermita rodeada de chumberas, y un denso ambiente de soledad y misterio en que todo -las brisas, los pájaros, hasta la esquila del santuario- parece que suena a ecos y lamentos del pasado... ¡Santa María de Gracia! La atalaya guerrera, en el repecho del camino, como un vigía alerta a los peligros y sorpresas del mar. Después, la irrupción bélica, las tiendas de los conquistadores apostadas en su altozano, y, tras las jornadas triunfales y las paces solemnes, el sagrado refugio, la oración vespertina y la bulliciosa romería camino de la pequeña iglesia enramada de laureles.
¡Santa María de Gracia...! Una loma, una cerca, una ermita y unos árboles fluctuando a los embates del viento: tenebrosas siluetas en las sombras de la noche, que infundían pavor al caminante. Esta estampa, tan sobria y sugeridora, que desde niños llevábamos impresa en la retina, ha sido totalmente desdibujada con mutilaciones y torpes remiendos. Y el histórico lugar ha perdido toda su pátina de antigüedad, de vieja acuarela tinerfeña. (¿Qué diría, si viera tanta profanación artística, nuestro inolvidable y llorado pintor Valentín Sanz, el gran paisajista de la tierra?)
De la primitiva estampa sólo quedan ya algunos perfiles borrosos, y del alegre marco este vestigio triste del almendro, y la solitaria mansión de los Estévanez, hermética y sombría entre las húmedas paredes, sin el calor ni el auge de los antiguos moradores. Recordando la hidalga estirpe, nuestro pensamiento se afana en reconstituir el noble cuadro, que parecía sacado del lienzo de un pintor del siglo XVIII. Damas venerables, de ojos azules y serenos, resplandecientes de bondad bajo el severo marco de sus cofias; risueñas damiselas, llenas de candor, de sencillez y de gracia juveniles; varones ilustres, bizarros militares, marinos, escritores, artistas y poetas como Ricardo Murphy y Diego Estévanez, románticos y soñadores, muertos en temprana edad…, todos congregados bajo «la dulce, fresca, inolvidable sombra del almendro». ¡Y el viejo árbol, erguido entre los rosales de la huerta, viendo cómo se iban unos y venían otros, los descendientes, a renovar la tradición familiar!
Se explica, pues, el dolorido acento y sabor de nostalgia que tienen aquellos versos de don Nicolás Estévanez, escritos desde su expatriación de París, ya en los postreros años de la vida del gran luchador, ministro de la Republica del 73:
«Tempestades rugientes
de la vida y la lucha y las pasiones,
me transplantaron de mis dulces lares,
llevándome por climas inclementes
y procelosos mares,
como van por el aire los alciones
envueltos en ciclones.
Y entretanto mi almendro solitario,
cada vez más lozano y mas florido
en el solar canario,
cuando yo encanecido,
pasadas las alegres ilusiones,
desciendo los postreros escalones
que conducen al reino del olvido.»
Innumerables son los recuerdos que sugiere el tradicional almendro, en su dilatada existencia de cerca de dos centurias. En 1788, ya hacía mención de él, en documentos que se conservan de dicha época, doña Isabel Power de Meade. Y consta también el dato de que el año 1797, con motivo del ataque de Nelson al puerto de Santa Cruz, una hija de aquélla, doña Isabel Meade de Murphy, distinguida dama irlandesa, de católico abolengo, temiendo un saqueo por parte de los invasores, ocultó su dinero y sus joyas, preciados recuerdos de familia, en un pozo que se halla aún al pie del almendro. Y desde el balcón de la casa, frontero al mar, presenció la maniobra de la flota inglesa y vio los fogonazos de los cañones en las noches que precedieron a la gloriosa jornada del 25 de julio.
Testigo fue también de las expansiones y juegos infantiles de un hijo ilustre de Santa Cruz, el más tarde conde de Lucena y duque de Tetúan, general don Leopoldo O’Donnell y Jorris, que en Gracia pasó un largo período de su niñez.
Presidió igualmente algunos cónclaves políticos, y acaso oyera las confidencias de aquellos conspicuos desterrados del año 48 -Víctor Pruneda, jefe de los republicanos de Aragón, el conde de San Juan, el brigadier Moreno de las Peñas, los generales Orive y Ramirez, el capitán Solans y tantos otros-, correligionarios de don Francisco Estévanez, exaltado progresista, del que decía don Nicolás que era tanto su entusiasmo por la
siasmo por la causa que, apenas se habían quitado el luto de uno de sus tíos, les hizo vestir de negro por el fusilamiento de Zurbano, aquel bravo caudillo de la Independencia y luego conspirador y mariscal de campo con Espartero.
A la sombra del almendro recibió el mismo don Nicolás las lecciones de su primer maestro, Manuel Villavicencio. «Y aún recuerdo -decía en su donoso estilo humorístico- las polémicas sostenidas en mi casa cuando mi abuela recomendaba que me enseñaran latín, a lo que mi padre se oponía, por considerarlo inútil. Al fin cedió mi padre, y recibí lecciones de un señor Benítez; pero los esfuerzos de este último no dieron resultado. Mi pobre abuela no consiguió que su nieto llegara a saber latín…, si bien aprendí lo suficiente como para comprender que mi maestro tampoco lo sabía.»
Doce años después, ya oficial del Regimiento de Antequera, volvió don Nicolás a convivir con el almendro de la infancia en gratas vacaciones y tertulias con sus inseparables amigos de la «peña» o sociedad «volcanista», como él la llamaba, de la calle de la Noria (Agustin Guimerá, Francisco León, Ramón Gil-Roldán, Gaspar Fernández y otros), que frecuentemente acudían a visitarle en su retiro de Gracia, entonces conocido por la casa de Geneto.
Más tarde, nuevos y distintos contertulios: los del inolvidable periodista don Patricio Estévanez. Músicos, pintores, poetas, publicistas, sacerdotes... Teobaldo Power, Valentín Sanz, Almeda, Alfonso Dugour, Elías y Antonio Zerolo, Francisco María Pinto, Moure, Tabares, y tantos otros que constituían la flor y nata de la intelectualidad insular, en los tiempos en que el venerado director de «La Ilustración de Canarias»
y el «Diario de Tenerife», era el caudillo y el alma del movimiento literario del país. El más entusiasta, el más modesto y desinteresado, el de arrestos siempre juveniles, que en su vivir humilde, y hasta precario algunas veces, supo llevar dignamente el limpio blasón de su apellido.
Pero la mayor popularidad y nombradía del almendro se la dio, como todos sabemos, la tan divulgada estrofa de don Nicolás:
«Mi patria no es el mundo,
mi patria no es Europa,
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra...»
Estrofa que don Miguel de Unamuno, al visitar nuestra Isla, comentaba irónicamente en una de aquellas frases tan suyas, tan mordaces: -Sí, sí; está bien el verso. Pero discrepo del poeta. Un hombre que no tiene más patria que un almendro merece que lo ahorquen en él...
Pero en esa estrofa, motivo de la frase del sabio catedrático, alienta sin duda un hondo, sencillo y noble sentimiento del terruño. El mismo que inspiró a nuestro gran músico Teobaldo Power, que al componer sus «Cantos Canarios» les puso como lema los versos de Estévanez, y estampados quedaron para siempre en la primera página de su obra, máxima exaltación de todo lo que tiene de sentimental y emotiva el alma de nuestro pueblo.
Ecos y aromas
de la tierra, recuerdos del pasado, remembranzas tristes, días de paz y
ventura... ¡cuántas, cuántas cosas inolvidables evoca el almendro de Santa