Esta casa la habían construido poco a poco mis padres, casi engendrado como un hijo. Más que de cal, de piedra y de madera, era de carne y hueso igual que los hermanos. nosotros no teníamos más que el día y la noche, pero eran noche y día químicamente puros, hechos para el estudio y la ternura. algunas tardes íbamos a mirarla crecer. mi padre era maestro y le estaba enseñando a leer en voz alta aires de libertad como a nosotros. La escalera tenía la viveza de una vena en el cuello de un caballo, blancura de conciencia las paredes, rectitud de conducta los cimientos. Un día quedó lista: le pusieron un número y ya el cartero pudo traer a nuestras manos todas las amistades de la sangre y los sueños, poniéndonos el mundo a nuestro alcance. desde el zaguán nos protegía, hiciera lluvia, frío, miedo, calor o estrellas, y la noria de los peldaños nos subía a los albergues de los cuartos, tibios como el silencio del vientre de una madre. era nuestra y bien nuestra, no por estar sentada en un registro, sino porque todos habíamos ayudado a levantarla quitándonos el pan de nuestra boca. En las cuatro paredes aprendí de esta casa a viajar sin fronteras por el mar de los hombres, a respetar los hombros de la noche estrellada y a no volver la espalda a las tormentas.
La casa
Eduardo Trinchant
Derribaron los cimientos de la casa lagunera donde nací. Sus raíces eran de la tierra, se cerraron sobre sí mismas cóncavas de la avaricia.
En la memoria, los boliches, la sala de la pianola, los libros del abuelo, la piedra de lavar, la destiladera de agua transparente y la azotea donde fui vigía del mar respirando el alisio.
Mientras, las islas inmersas en el océano del aire me acercan al jardín, umbral de mi cobijo, el lugar de la luz y el limonero, de la palmera de acogedores brazos, del sabor a níspero y a albaricoque.
El recuerdo, quieto, permanece en un éxtasis de sueño desnudo que vence la sombra de la distancia. Es ya la edad del otoño, la de las rosas marchitas. | Muchas epifanías amanecieron los reyes sus balcones, en los trances difíciles la amargura calzó nuestros zapatos, alguna que otra vez nos pusimos enfermos. en ella no temíamos a nada. mi madre nos miraba desde el fondo del alma y su sonrisa, al vernos, tenía justamente el tamaño de un hijo. una noche la puerta fue golpeada, pasos distintos a los nuestros atropellaron su descanso y rostros armados de centellas violaron el pudor de sus entrañas. No quedó libro sin abrir, objeto por registrar ni papel en su sitio. Todo, patas arriba, blancas de miedo las paredes, horrorizado el silencio en los espejos. esa noche la casa se quedó a la intemperie, como si un vendaval hubiera roto las ventanas y levantado el techo. Tanto perdió de intimidad y refugio que, desde aquel instante, los manteles, en lugar de la mesa, era como si se tendiesen en la acera. Y nunca más su corazón de fruta volvió a ser el de antes. Se había profanado su soledad nativa, su interior apacible, los anillos paternos que nos justificaban, el arca de la alianza del hogar. Cuando al día siguiente mi madre hizo la casa sus brazos no podían barrer tanta tristeza.
Entre cuatro paredes (1949-1963). Santa Cruz de Tenerife: Gaceta Semanal de las Artes, 1968, pp. 77-81
Mi antiguo camino
María Padrón
Mi antiguo camino de Tesbabo, ¡ya te han herido! le han sacado esquirlas a la redondez de tu tiempo.
Tus piedras, pulidas al roce de pasos humanos y de bestias, no podrán ver el cielo ni sentir la caricia de la lluvia.
¿El cemento? ¿El asfalto? Como plaga devastadora va a arrasar con tu suelo: luego, ni piedra ni hierba.
¡Mi antiguo camino de Tesbabo. Mis últimas miradas de tristeza!
Eres la isla de las islas. [Valverde]: Cabildo Insular de El Hierro; [La Laguna]: Centro de la Cultura Popular Canaria, 1988, p. 20.
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