La flora endémica del archipiélago
de Madeira, un patrimonio único
Rubén Barone Tosco
Naturalista
Fotos: Rubén Barone - Juan J.G. Silva - Arnoldo Álvarez
“Passamos a grande ilha da Madeira
que do muito arvoredo assim se chama
das que povoamos a primeira
mais célebre por nome que por fama […]”
Un paraíso para la vegetación relíctica del Terciario
Los anteriores versos, escritos por Camões en su obra Os Lusíadas (1613), y recogidos posteriormente por el historiador Alberto Vieira en el libro Do Éden à arca de Noé: o madeirense e o quadro natural, reflejan bien a las claras el origen del nombre de la isla y del archipiélago de Madeira, que guarda una relación directa con la abundancia de áreas forestales en el momento de su colonización.
Según cuentan algunas crónicas históricas, se provocó un gran incendio que duró siete años, el cual afectó a gran parte de los bosques de la isla principal, aunque en realidad debió de tratarse de distintos eventos separados en el tiempo. Tal era la densidad del arbolado que abrirse camino hacia su interior era harto difícil, hecho favorecido en gran medida por la inexistencia de una población aborigen, que ya habría comenzado a degradar el medio natural madeirense.
Aunque la situación actual dista mucho de lo que relatan los textos antiguos, la isla de Madeira sigue siendo un paraíso para los botánicos, ecólogos y naturalistas, pues aún existen buenas muestras de sus formaciones vegetales más características, con la excepción de aquellas de tipo termófilo (sabinares, acebuchales, etc.) y suculento (tabaibales), que han quedado reducidas a la mínima expresión. Esta misma situación, aunque a distinta escala, se da en la pequeña ínsula de Porto Santo y sus islotes satélites, así como en las Desertas.
La laurisilva, que cubre hoy en día aproximadamente el 15 % de la superficie de la isla de Madeira, sigue constituyendo el ecosistema natural más importante y característico del archipiélago, y alberga un alto número de endemismos vegetales, como ocurre en Canarias y, en menor medida, en Azores. Así, la distribución teórica (potencial) de esta formación boscosa, considerada un relicto del Terciario, abarcaba gran parte de la isla capitalina. En la vertiente norte llegaba casi hasta el nivel del mar (normalmente hasta los 100 m), y alcanzaba las zonas cumbreras hasta unos 1.300 m de altitud, donde entraba en contacto con un tipo de monteverde bajo dominado por ericáceas: brezos (Erica arborea), tejos (Erica platycodon ssp. maderinicola) y uvas da serra (Vaccinium padifolium), así como por fayas o hayas (Myrica faya).
A mayor altitud, y hasta los 1.861 m de la cima de la isla, Pico Ruivo, este tipo de fayal-brezal, similar al existente en Canarias, daba paso a una vegetación de alta montaña en la que, aparte de ejemplares de brezos y uvas da serra, aparecía un sinfín de elementos endémicos, formando un auténtico “jardín natural de cumbre”.
Pero, naturalmente, el monteverde local variaba de forma notable en estructura y composición florística en función de la altitud, dominando en las zonas más bajas y secas una “laurisilva de barbusano”, y en las áreas de mayor altitud y humedad una “laurisilva de til”. En este sentido, no cabe duda de que Madeira, junto a las islas de La Gomera, La Palma y Tenerife en el archipiélago canario, alberga las mejores muestras de monteverde de todo el ámbito macaronésico. Visitar áreas como Fajã da Nogueira, Caldeirão Verde-Caldeirão do Inferno, Encumeada y Ribeiro Frio-Portela, a través de las famosas levadas o canales de agua, nos transportará a otras épocas, en las que dichos bosques ocupaban la mayor parte de la isla de Madeira. En estos y otros reductos, menos conocidos por los visitantes que acuden anualmente a este “paraíso atlántico”, podremos contemplar en toda su magnitud y esplendor la verdadera laurisilva macaronésica.
En la vertiente meridional, el límite inferior de la laurisilva se encontraba en torno a los 300 m. Por debajo de dicha altitud estaban presentes dos tipos de vegetación muy interesantes: el bosque termófilo, del que apenas quedan restos muy puntuales y empobrecidos en distintos barrancos y áreas muy escarpadas, y el matorral otrora dominado por tabaibas o figueiras do inferno (Euphorbia piscatoria) y lenguas de pájaro (Globularia salicina), entre otras especies, también diezmado por las actividades antrópicas. Por otro lado, junto al mar se situaba una importante vegetación halófila o amante de la sal, que contaba con especies muy típicas del litoral canario, como es el caso del perejil de mar (Crithmum maritimum), los corazoncillos (Lotus spp.), etc.
Por fortuna, y a pesar de la notable influencia humana sobre los distintos ambientes descritos, aún pueden contemplarse buenos reductos de estas formaciones vegetales en distintas zonas de la isla principal. Pero la situación es mucho más grave en Porto Santo, donde se arrasó un tipo de bosque termófilo en el que al parecer abundaban los dragos (Dracaena draco ssp. draco), barbusanos (Apollonias barbujana) y sabinas (Juniperus turbinata ssp. canariensis), según se deduce de la bibliografía existente, llegando a extinguirse por completo las dos primeras especies en la naturaleza. En este sentido, resulta difícil imaginar que ciertos roques costeros albergaran pequeños dragonales o bosquetes de dragos, pues el único testimonio que ha quedado de su existencia son algunos arbolillos plantados en los últimos decenios en la capital de la isla y sus alrededores. En Madeira esto no es muy diferente, puesto que los contadísimos dragos considerados silvestres que han logrado subsistir hasta nuestros días se localizan en los riscos de Ribeira Brava, donde crecen dos ejemplares de gran porte y otro de pequeño tamaño, junto a distintos elementos de tipo termófilo como los acebuches u oliveiras bravas (Olea maderensis) y los peralillos o buxos da rocha (Maytenus umbellata), ambos endémicos.
Una flora rica en endemismos
Como es lógico, la diversidad de ecosistemas descrita anteriormente, junto al aislamiento de este archipiélago, la considerable altitud máxima que alcanza, su antigüedad geológica y los diferentes microclimas con los que cuenta, hace que la riqueza en especies endémicas sea notable. Al respecto resultan muy ilustrativos los datos ofrecidos por el botánico Roberto Jardim y el fotógrafo David Francisco en su obra Flora endémica da Madeira, publicada en el año 2000, donde recogen un total de 165 especies, subespecies y variedades exclusivas de plantas vasculares (plantas con flores y helechos), incluyendo las de las islas Salvajes. Esta cifra, de entrada nada desdeñable teniendo en cuenta la reducida superficie del archipiélago (798 km
2. contando los 4 km
2 de las Salvajes), se ha visto incluso incrementada en los últimos años con la adición de nuevas especies.
Con relación al origen de los endemismos madeirenses, se aprecia una mezcla de afinidades mediterráneas y de la Europa atlántica, resaltando la existencia de elementos muy antiguos en su flora, muchos de ellos ligados a la laurisilva.
Un hecho destacable de esta flora es la existencia de seis géneros endémicos de las islas de Madeira: Melanoselinum, Monizia, Sinapidendron, Musschia, Chamaemeles y Parafestuca. Uno de ellos, Sinapidendron, encuadrado en la familia de las brasicáceas (a la que pertenecen plantas tan conocidas como la mostaza, el relinchón o el alhelí), representa además un ejemplo muy notable de los fenómenos de radiación adaptativa o colonización de muy distintos ambientes típicos de las islas oceánicas. Así, se ha diversificado en cinco especies, de las cuales cuatro se hallan exclusivamente en la isla de Madeira y una (S. sempervivifolium) está relegada al islote de Deserta Grande. Por otro lado, resaltan los once helechos y plantas afines endémicos de estas islas, algo insólito en el contexto de la Macaronesia.
Aunque muchos de los endemismos se encuentran tan sólo en la isla de Madeira, o bien compartidos con las Desertas y/o Porto Santo, hay algunos elementos exclusivos de estas últimas, en concreto siete especies y una variedad propias de Porto Santo (Crepis noronhaea, Erysimum arbuscula, Limonium pyramidatum, Lotus loweanus, Saxifraga portosanctana, Vicia costae, Vicia ferreirensis y Fumaria muralis var. laeta), y tan sólo una especie, que acabamos de señalar, de las Desertas.
Hay que tener en cuenta, igualmente, el alto número de endemismos macaronésicos, es decir, presentes tanto en Madeira como en Azores, Canarias o Cabo Verde. Entre ellos figuran muchos de los árboles más típicos del monteverde, como son el barbusano, el aderno (Heberdenia excelsa), el acebiño (Ilex canariensis), el til (Ocotea foetens), el viñátigo (Persea indica), el palo blanco (Picconia excelsa), el sanguino (Rhamnus glandulosa) y el mocán o mocanero (Visnea mocanera). Como curiosidad, la mayoría de los nombres vernáculos aplicados a estas especies en Canarias son de origen portugués, importados por los colonos que llegaron a nuestro archipiélago desde Madeira.
Si queremos observar in situ los distintos endemismos vegetales madeirenses mediante un recorrido de costa a cumbre, vemos que en las zonas bajas y costeras destacan plantas tan llamativas como el alhelí o goivo da rocha (Matthiola maderensis), la magarza o malmequeres (Argyranthemum pinnatifidum ssp. succulentum), el tajinaste o massaroco (Echium nervosum), el murrião o perpétua (Helichrysum obconicum), el couve-da-rocha (Sinapidendron gymnocalyx) y, más localmente, la selvageira o erva-branca (Sideritis candicans var. crassifolia) y otra perpétua (Helichrysum devium), restringidas en gran medida a la punta de San Lorenzo. Como elementos típicamente rupícolas (de sitios rocosos) cabe añadir dos bejeques (Aeonium glandulosum y A. glutinosum), una cerraja (Sonchus ustulatus), la campanulácea Musschia aurea, varias especies del género Sedum, etc., aunque algunos de ellos se localizan también a mayor altitud.
En los reductos de tipo termófilo hay algunos arbolillos emparentados con otros existentes en Canarias, como es el caso de un peralillo, el acebuche u oliveira brava y el marmolán (Sideroxylon mirmulans), este último reconocido como exclusivo de las islas de Madeira sólo muy recientemente. Además, está presente el interesante buxo-da-rocha (Chamaemeles coriacea), que, como ya se dijo con anterioridad, representa un género exclusivo de este archipiélago.
Al ir ascendiendo en altitud nos encontramos con los bosques de laurisilva, en los cuales la diversidad vegetal es muy alta. Entre los árboles destaca a primera vista una especie de aspecto un tanto tropical, Clethra arborea, el árbol de Santa María o folhado, como se le llama localmente. De hecho, pertenece a una familia propia de las floras tropicales: las clethráceas. Otras especies y subespecies exclusivas de porte arbóreo o arborescente son el saúco o sabugueiro (Sambucus lanceolata) y el naranjero salvaje de Madeira (Ilex perado ssp. perado), llamado localmente perado. Pero es en el sotobosque donde la riqueza en endemismos es más marcada, con plantas como la magarza o malmequeres (Argyranthemum pinnatifidum ssp. pinnatifidum), la erva-redonda (Sibthorpia peregrina), la erva-do-coelho (Pericallis aurita), el poleo o quebra-panela (Bystropogon maderensis), el piorno (Teline maderensis), la geraniácea Geranium palmatum, la escrofulariácea Scrophularia hirta, los helechos (por ejemplo Dryopteris aitoniana, D. maderensis y Polystichum falcinellum) o las orquídeas, entre las que resalta por su relativa abundancia y llamativa floración Dactylorhiza foliosa.
A ellas hay que sumar otras más propiamente rupícolas, que crecen en las paredes rocosas –ya sean sombrías o más bien soleadas– de los dominios del monteverde. Éste es el caso de las cerrajas (Sonchus fruticosus y S. pinnatus), la cresta de gallo madeirense (Isoplexis sceptrum), bastante rara en el medio natural, la selvageira o erva-branca (Sideritis candicans var. candicans), el tangerão (Cirsium latifolium), la leituga (Tolpis macrorhiza), varias apiáceas (Melanoselinum decipiens, Peucedanum lowei, etc.) y la perpétua (Helichrysum melaleucum), entre otras muchas. La presencia constante del agua en el monteverde madeirense hace que en muchas ocasiones, al contemplar los riscos húmedos llenos de flora endémica y rodeados de un denso arbolado, tengamos la sensación de estar en un bosque tropical.
Conforme nos acercamos a las cumbres más altas de la isla se percibe un notable cambio en la vegetación, pues por encima de la laurisilva reinan, como ya mencionamos con anterioridad, las ericáceas y las fayas o hayas, que forman un tipo de bosque de baja altura sometido a los vientos y nieblas casi permanentes que aportan los alisios húmedos del nordeste. Es en los riscos y laderas superiores a estas formaciones donde subsiste un gran número de endemismos muy peculiares, entre los que pueden destacarse el tajinaste o massaroco (Echium candicans), que también está presente en algunas zonas de monteverde, la ericácea arbustiva Erica maderensis, la erva-arroz (Sedum farinosum), la escrofulariácea Odontites holliana, la violeta de flor amarilla Viola paradoxa –de ahí precisamente su nombre–, la brasicácea Sinapidendron frutescens var. frutescens, la arméria da Madeira (Armeria maderensis), la saxifragácea Saxifraga maderensis var. pickeringii, la plantaginácea Plantago malato-belizii, la orquídea Orchis scopulorum y la gramínea Parafestuca albida. Igualmente, aparecen ciertas especies muy localizadas y con bajo número de individuos, como es el caso de la sorveira (Sorbus maderensis), que destaca por el color rojizo de sus frutos, dispuestos en racimos terminales.
Como hemos visto a través de este breve recorrido altitudinal por la isla capitalina, la flora endémica de Madeira es muy rica y diversa, sobre todo si tenemos en cuenta lo reducido del territorio y la comparamos con la de Azores o Cabo Verde.
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Sorbus maderensis | Clethra arborea |
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Matthiola maderensis | Teucrium betonicum |
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ceterach lolegnamense | Aeonium glandulosum |
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Helichrysum melaleucum | Odontites holliana |
Ecosistemas frágiles
Precisamente, el alto número de endemismos que caracteriza a esta flora hace que se trate de un patrimonio frágil. Entre las principales amenazas sobre la misma cabe citar el desmedido crecimiento urbanístico acaecido en la vertiente sur de la isla de Madeira y en buena parte de Porto Santo, el efecto negativo del ganado en ciertas áreas sensibles, que aún incide en el medio pese a haberse reducido de forma notoria en las últimas décadas, y la introducción y ulterior expansión de un alto número de plantas exóticas invasoras, algunas de las cuales muestran una preocupante tendencia a establecerse en el interior de los bosques de monteverde y en otros ecosistemas naturales. Al respecto destaca el listado elaborado por el ingeniero agrónomo Rui Manuel da Silva Vieira, publicado en el año 2002 en el Boletim do Museu Municipal do Funchal, que cataloga un total de 447 plantas naturalizadas, de las cuales 187 son consideradas abundantes o relativamente comunes. Otro dato importante es que el 60 % de dichas especies se localiza en las zonas bajas del archipiélago, mientras que muchas de las restantes están invadiendo los dominios de la laurisilva o monteverde, si bien tampoco las cumbres insulares quedan libres de este problema.
Aunque, como acabamos de comentar, la lista de especies exóticas invasoras es muy grande, cabe mencionar algunas de las que han alcanzado un alto grado de naturalización en el medio, constituyendo un grado de amenaza importante. Así, en las zonas bajas y costeras del sur de Madeira se encuentran las tuneras (Opuntia tuna), las piteras (Agave americana) o helechos tales como Cyrtomium falcatum y Pteris vittata, mientras que una de las más extendidas en ciertos arenales de Porto Santo es Carpobrotus edulis, la cual cubre ya grandes superficies en dicha ínsula. En las áreas degradadas de medianías de la isla principal, e incluso en el propio monteverde, se hallan algunas de las más peligrosas por su alto potencial expansivo, como son la conteira (Hedychium gardnerianum) (véase el triste caso de las Azores en el número anterior de Rincones del Atlántico, pp. 154-161), la vinca (Vinca major), las espumaderas (Ageratina adenophora y A. riparia), la hortensia o flor de mundo (Hydrangea macrophylla), la tabaqueira (Solanum mauritianum), las pasionarias (Passiflora spp.), el agapanto (Agapanthus praecox), la retama (Cytisus scoparius), el azarero o incenso (Pittosporum undulatum) o la campanulácea Trachelium caeruleum ssp. caeruleum.
Como cabría esperar, las administraciones encargadas de velar por el patrimonio natural madeirense han actuado ante este grave problema que, si bien no alcanza las mismas proporciones que en las Azores, resulta muy preocupante para la conservación de los ambientes naturales. En este sentido, no se debe olvidar nunca que los ecosistemas insulares suelen ser mucho más frágiles que los continentales, sobre todo por la alta tasa de endemicidad que alcanzan en un espacio tan reducido y por lo exiguo de las poblaciones de muchas de sus especies.
Especies raras y en peligro de extinción
Los factores de amenaza ya enumerados, junto a otros que operan a menor escala, han sido los responsables de que en la actualidad haya un cierto número de especies de plantas vasculares raras o amenazadas, e incluso al borde mismo de la extinción. Así, entre las catalogadas como “extremadamente raras” en la obra Flora endémica da Madeira figuran las siguientes: la compuesta o asterácea Andryala crithmifolia, el cabezón (Cheirolophus massonianus), la perpétua (Helichrysum monizii), la chenopodiácea Beta patula, la crasulácea Aichryson dumosum, la fabácea Vicia ferreirensis, el jasmineiro branco (Jasminum azoricum), el mocano (Pittosporum coriaceum), la sorveira (Sorbus maderensis) y la solanácea Solanum (Normania) triphyllum, esta última muy emparentada con una especie canaria que se considera prácticamente extinta en estado natural. Además, hay algunas “muy raras”, como son el malmequeres o estreleira (Argyranthemum haematomma), la ameixieira de espinho o fustete (Berberis maderensis), el tanjeirão bravo (Musschia wollastonii), la crasulácea Sedum fusiforme, la lamiácea Teucrium abutiloides o la orquídea Goodyera macrophylla, entre otras.
Para conservar muchas de estas plantas, la clave reside en la protección estricta del hábitat y, si es necesario, su propagación en cultivo, con el fin de disponer de material genético y reintroducir ejemplares en el medio natural, tal y como se ha llevado a cabo con algunas de ellas en los viveros pertenecientes a las administraciones públicas. Pero lo más importante es que la gran mayoría de las especies amenazadas del archipiélago de Madeira mantienen sus poblaciones dentro de espacios naturales protegidos, lo cual supone una garantía para su protección y conservación.
Reflexión final
Como hemos señalado en los artículos previos de esta pequeña serie dedicada a conocer de forma sucinta la flora endémica o exclusiva de los archipiélagos macaronésicos, la conservación de las especies y de los espacios naturales, así como del medio natural en general, depende del conjunto de los habitantes, y no sólo de las administraciones encargadas de su gestión. En el caso que nos ocupa, afortunadamente, se han dado pasos muy importantes en este sentido, como son la creación del Parque Natural de Madeira, que también incluye, a efectos de gestión, las reservas naturales de las islas Desertas y de las Salvajes, y del Parque Ecológico de Funchal. Pero también hay que reseñar la importante labor de ciertas entidades sin ánimo de lucro, como la Asociación de Amigos del Parque Ecológico de Funchal, y de los centros de investigación radicados en el archipiélago (Universidad de Madeira, Jardín Botánico de Madeira y Museo Municipal de Funchal). Todos ellos han apostado de forma decidida por la protección, conservación y divulgación de los valores naturales de estas islas atlánticas tan parecidas y próximas a Canarias, con las que compartimos, en muchos aspectos, una historia común. Además, han hecho comprender a la población local la importancia de preservar este patrimonio único en unas islas que, al igual que las nuestras, cada vez dependen más del turismo, y que por ello están obligadas a mantener en el mejor estado de conservación posible su principal atractivo: el paisaje y los recursos naturales.