De flor en flor
por la isla de los volcanes (II)
Jorge Alfredo Reyes-Betancort
Fotos: Jorge Alfredo Reyes-Betancort - Sergio Socorro - Rincones
Hoy nos reunimos para terminar lo que en el pasado número de Rincones del Atlántico comenzamos: un recorrido por el paisaje invernal del Sur de Lanzarote de la mano de las flores que salpican los llanos y montañas. Invernal, sí, porque nos dirigimos al cálido paisaje sureño, donde las lluvias de invierno que reverdecen los campos se tornan frecuentemente insuficientes para mantener dicho verdor demasiado tiempo.
Febrero se nos antoja como la mejor época para pasear, pues entrado marzo quizás los primeros calores ya hayan agostado los campos.
Partimos también desde Arrecife, pero esta vez hacia el Oeste, circunvalando la ciudad entre solares cubiertos por rofe rojo o negro. Las plantitas, las hierbas que germinan con las primeras lluvias, se esfuerzan por alcanzar la luz que ha quedado oculta tras esa manta de caótica roca. Muy pocas lo consiguen.
Atrás quedan los solares y con ellos la que un día de 1852, con el auge del comercio a través de su puerto, se erigió como capital de la isla.
Entre nuestros pasos los llanos arcilloso-pedregosos, desprovistos casi de matorral aparente, alguna aulaga (Launaea arborescens) aquí, alguna por allá, nos desvelan las pequeñas hierbas que ya vimos en nuestro viaje hacia el Norte. El cosco (Mesembryanthemum nodiflorum) y la pata (Aizoon canariense) con sus blancas florecillas, el rabo de cordero (Plantago aschersonii), el caíl (Emex spinosa), el chirate (Stipa capensis), la pelotilla (Medicago laciniata) cuyos frutos se nos pegan en los calcetines, las margaritas del pajito colorado (Anacyclus radiatus subsp. coronatus) o las amarillas flores de la cerraja (Reichardia tingitana).
Poco más adelante, al atravesar Ciudad Jardín, los llanos son cubiertos por el jable que el viento arrastra desde el Norte. Estas arenas protegen el suelo y ayudan a mantenerlo húmedo un mayor tiempo, capacidad que el hombre y la mujer de Lanzarote han sabido aprovechar para el cultivo. En estos jables, entre pirámides de piedras recuerdo de la labor de despedregado de nuestros campesinos, la aulaga y el gramillo (Cenchrus ciliaris) son las plantas más conspicuas. La primera con sus aguzadas ramillas y la segunda con su paja quedan impresas sobre el manto de arenas, otrora dedicado a los cultivos, hoy salpicado de algunos pequeños huertos.
Entre éstas, las numerosas florecillas blancas de la maloliente camellera (Heliotropium bacciferum) y de la mostacilla (Lobularia lybica), el amarillo del chabusquillo (Astragalus solandri) de frutos curvados a modo de uñas y el azulado de una pequeña lengua de vaca (Mairetis microsperma) dan el tono de color.
Entre Playa Honda y el aeropuerto nos deslizamos hacia la costa. Ante nuestros ojos se abre la playa de Guasimeta, en el pasado llena de balancones (Traganum moquini) por doquier; en nuestros días sólo un ejemplar los recuerda, luchando por sobrevivir contra aulagas y matos (Salsola vermiculata) favorecidos por la perturbación de la costa arenosa que nos ha traído el progreso.
Bordeando el aeropuerto hacia el Suroeste nos encontramos con la playa de Matagorda. Desde aquí, y ante tal aglomeración de urbanizaciones, donde la flora local ha dado paso a lo exótico, más “bello” si cabe, decidimos dejar a un lado la costa y seguir nuestro camino entre las urbanizaciones y el pueblo de Tías. En nuestros primeros pasos, enarenados abandonados y enriquecidos con alhelíes (Matthiola longipetala) en flor dan lugar a una densa maleza de matos. Ésta nos avisa de un cambio en el sustrato: las arenas del jable han desaparecido aflorando de nuevo el tan característico llano pedregoso. Dejando atrás los llanos del Bebedero nos sorprende cómo, más adelante, el matorral desaparece y vuelven a dominar el gramillo y la aulaga. ¿Piensas en si habrá jable una vez más? No andas muy desencaminado. Las cenizas volcánicas forman, en este caso, ese sustrato arenoso que favorece el asentamiento de estas plantas… y también de los cultivos. Un paisaje de enarenados, cultivados o invadidos por las aulagas, separados por muros de piedras, nos acompaña durante un largo espacio de tiempo: el que nos toma llegar a la zona del Mesón, donde las últimas casas del Cascajo nos despiden.
Las cenizas volcánicas siguen recubriendo el suelo, pero un nuevo paisaje dominado por un pastizal de chirate nos espera. Éste ha sido sometido desde antaño al pastoreo… y a la búsqueda de las afamadas papas crías (Terfezzia spp.). Este hongo con forma de papa parasita las raíces de la rama cría o turmero (Helianthemum canariense), también abundante por estos prados. Entre la paja del chirate es frecuente ver las amarillas flores de la hierba muda o corazoncillo (Lotus lancerottensis) o las del pico de cuervo (Kickxia heterophylla), el rosa del modesto Lotus glinoides, del alfinel o fonilejo (Erodium spp.) o de uno de los taboires (Ononis serrata). En los claros, otras pequeñas leguminosas se reúnen: astrágalos como el Astragalus stella con frutos reunidos a modo de estrella, o el A. mareoticus de flores azuladas; otro taboire como el Ononis sicula de diminutas flores amarillas, etc.
Entre suaves lomas descubrimos en primer plano la parcelada Vega de Temuime, mientras detrás se yergue el Macizo de los Ajaches; éste, conjunto de montañas, barrancos y valles, monumento a la naturaleza donde el paso del tiempo ha quedado grabado en su desgastada orografía.
Temuime es un buen lugar para hacer un primer descanso. Mientras bebemos un poco de agua y hacemos un poco más profunda nuestra respiración oímos el nervioso canto de un numeroso grupo de pájaros moñudos (Calandrella rufescens rufescens), donde todos a la vez hablan, discuten y, aún así, se entienden. Más discretos y algo fañosos oímos, vemos, a los aburriones (Bucanethes githagineus amantum).
Desde la Vega retomamos nuestro paso y ascendemos campo a través al Pico de Naos, vigía de la isla, un poco empinado y por tanto cansado, pero donde se nos gratifica con la aparición de unos codesos (Ononis angustissima subsp. longifolia) que con verde-oscuro follaje y amarillas flores destacan en el paisaje. Desde lo alto la vista es inmejorable; observamos el camino andado y… el que nos queda por andar.
A medida que ascendemos hacia Pico de la Oveja aparecen plantas de mayor interés, como el tomillo salvaje (Micromeria varia subsp. rupestris), endémico de las islas orientales, y una forma, también endémica de estas islas, de la peorrera (Andryala pinnatifida), que nada tiene que ver con la que crece en las vecinas islas de Madeira (A. glandulosa). Nos sorprende también una salvia o brotona de flores blanco-azuladas (Salvia aegyptiaca), común en las barranqueras desérticas de aquí y del norte de África. Agrupadas aparecen las verdes hojas de la cebolla almorrana (Urginea hesperia), que espera al verano para, tras el marchite de aquéllas, desplegar una vara de florido racimo. Por aquí y por allá crece abundante la rama cría o turmero, capaz de vivir en estas encalichadas lomas, pedregosas, muy erosionadas y con escaso suelo.
Seguimos caminando por la divisoria que deja a nuestra derecha el Valle de Femés y a nuestra izquierda la red de barrancos o valles (del Pozo, del Cortijo, del Higueral, etc.) que rápidamente corren hacia el mar.
Sobre el caserío de Femés podemos ver frente a nosotros la Atalaya, que con sus 608 metros de altitud es el pico más alto de la mitad sur de la isla. Sin más dilación nos dirigimos hacia el Sur, hacia el Pico de la Aceituna, topónimo que parece atestiguar la presencia, en un tiempo quizás no muy lejano, de al menos un ejemplar de olivo ¿silvestre? A continuación caminamos por la cara Oeste del Pico Redondo, donde nos sorprende un mato verde encaramado en las rocas más inaccesibles. Se trata de un ejemplar de cornical (Periploca laevigata subsp. laevigata), planta extremadamente rara en la zona Sur de la isla. Su nombre alude a sus frutos a modo de cuernos. Les recuerdan a los frutos de la cuernúa que vimos en los alrededores del Charco del Palo, ¿verdad? ¡Pertenece a la misma familia!
Desde Pico Redondo descendemos un poco para luego volver a subir hacia Ajache Grande. Antes de emprender la subida, para tomar un poco de resuello, nos meteremos a cota por la cara Oeste de esta montaña hacia lo que llaman Cejo Romero. Aquí, en un pequeño paredón, crecen algunos ejemplares de guaidil (Convolvulus floridus), un arbusto con flores iguales a la corregüela (Convolvulus arvensis), esparragueras de ramas tiesas (Asparagus arborescens), y, cómo no, los romeros o palillos (Campylanthus salsoloides) con sus flores rosadas dispuestas en racimos colgantes.
De nuevo en la subida hacia Ajache Grande nos esperan en lo alto las higuerillas o tabaibas amargas (Euphorbia regis-jubae) y el tájame (Rutheopsis herbanica), otro endemismo canario oriental que por sus hojas nos recuerda a un inodoro apio salvaje. La vista desde aquí, a 456 metros de altitud, se vuelve espectacular, más aún cuando el sol se despide hasta un nuevo amanecer.
Ya se nos hace tarde y me gustaría llegar aún con luz a la costa, pues las grandes flores amarillo-anaranjadas de Pulicaria canariensis son dignas de ver. Mientras descendemos, una pequeña margarita (Aaronsohnia pubescens subsp. maroccana) nos acompaña en el último tramo. Ya a escasos metros sobre el nivel del mar nos encontramos con un pequeño arbusto (Gymnocarpos decandrus) que nos recuerda a un salado, pero que pertenece a otra familia, a la de los claveles; lo cierto es que ésta es la única zona de la isla donde lo he visto. El día ya no da para más y nuestras acaloradas piernas necesitan un descanso. Pasaremos la noche en un camping cercano, allá sobre las playas de Puerto Muelas, cerca del Papagayo.
Amanece y con las primeras luces del alba nos ponemos en camino. Usaremos los llanos del Rubicón para dirigirnos hacia el Norte. Los suelos de esta gran llanura son muy salinos debido al efecto de la maresía, que transporta las sales hacia el interior. Éstas se acumulan pues las escasas lluvias no permiten su efectivo lavado. Son estas condiciones las que crean un caldo propicio para que, tras la degradación de los tabaibales dulces (Euphorbia balsamifera) que antaño dominaron esta vasta superficie, se instalen distintas especies de la familia Chenopodiaceae que hoy avasallan el paisaje: es particularmente abundante en esta zona la algoaera, de color grisáceo por lo canoso de sus hojas y tallos; también es frecuente la uvilla o brusquilla (Suaeda mollis) con sus gruesas hojitas de tonalidad rojiza. Más rara es Salsola tetrandra, otro mato de porte algo más bajo y más tupido que Salsola vermiculata. Cerca de la carretera nos llama la atención un pequeño cardo manso (Volutaria bollei) de blancas flores, que encuentra en esta isla, así como en Fuerteventura, su único refugio en el mundo.
Al acercarnos a la costa, bajo el antiguo acantilado litoral, nos sorprende, en palabras del ilustre conejero Agustín de la Hoz, el gigante ajedrez que conforman las Salinas del Janubio. Entre someras lagunas, pocetas y cocederos corretean numerosas aves, como el chorlitejo patinegro (Charadrius alexandrinus) o la cigüeñuela (Himantopus himantopus), mientras que ante nuestra presencia vuelvepiedras (Arenaria interpres) y correlimos (Calidris spp.) se apresuran a levantar el vuelo. En los bordes de la laguna podemos percatarnos de la sumergida presencia de Ruppia maritima, planta con flor, y no alga como nos pudiera parecer, de ahiladas hojas.
Nuestro camino de flores nos hace rodear ese bravío mar de lavas que es Timanfaya. Su rocoso manto, incorrupto aún, no permite el asentamiento de un gran número de plantas con flores. Fruto de las erupciones acaecidas principalmente entre 1730 y 1736, su espectacular paisaje, recuerdo vivo de nuestro más elemental origen, es objeto de reconocimiento como Parque Nacional desde 1974.
Zancada tras zancada, flor a flor, dejamos El Janubio con destino a Yaiza para más tarde llegar a Uga. Las flores se agolpan al borde de la carretera, sanguinarias de amarillas flores (Senecio leucanthemifolius), ratoneras (Forsskaolea angustifolia), un sinfín de hierbitas nos acompañan por el camino, pasotes (Chenopodium ambrosiodes) y cenizos (Chenopodium murale) entre muros y aceras. El bobo o leñero (Nicotiana glauca) se instituye como la planta de mayor porte que encontramos.
Cuando nos alejamos del caserío de Uga en dirección Nordeste, los pies se nos entierran a cada paso en el rofe y las cenizas volcánicas. Éstas nos dan paso a La Geria, uno de los paisajes más emblemáticos de Lanzarote. Paisaje agrícola de excepción, entre viñas, higueras, olivos de gordas y amargas aceitunas, crecen la hierba muda y el amor seco (Bidens pilosa), margarita que desde América nos trajo sus frutos negros, aguerridos caballeros que nos asaltan hasta hincar sus dientes en nuestros pantalones, calcetines y zapatos. La malvarrosa (Pelargonium capitatum) escapada de los jardines para perpetuarse entre nosotros, mientras la Polycarpaea nivea se hace más alta y robusta para huir del calor del negro sustrato. Todas ellas aprovechan la humedad retenida bajo las arenas de Timanfaya, episodio drástico de la historia insular.
Nuestros pies vuelven a pisar tierra firme, malpaíses de Testeyna en cuyas grietas se cobijan pequeños helechos, hasta seis diferentes, que buscan la sombra, el socaire, ocultos como proscritos que huyen del sistema; un sistema caracterizado por el desértico ambiente reinante que no comulga con las minorías que exigen algo más de él. En las más profundas, culantrillos (Adiantum capillus-veneris) y asplenios (Asplenium onopteris, A. hemionitis) buscan un lugar para vivir, mientras que las más someras son preferidas por la doradilla velluda (Cosentinia vellea) y los Cheilanthes.
Nos acercamos ya a las casas de Masdache, en donde los negros malpaíses toman tonos verdes por la presencia de los bejeques rosados (Aeonium lancerottense). Más adelante, entre Sobaco y La Florida, nos sorprenden las yesqueras, primero la amarilla o algodonera (Helichrysum gossypinum), más tarde la roja (Helichrysum monogynum), especies que sólo crecen en esta isla.
Antes de llegar a la aldea de Ajei, origen de nuestro querido San Bartolomé, podemos observar a la izquierda el viejo drago (Dracaena draco subsp. draco) de La Florida.
De vuelta a Arrecife, una vez recorridas las calles del corazón bartolino, cruzamos de nuevo el jable empujados por el viento del Norte, último esfuerzo hasta nuestro destino final.
A lo largo de estas, si mal no recuerdo, cuatro jornadas de campo, tanto en el sur como por el norte, las flores nos han enseñado que el paisaje vegetal de Lanzarote ha sido fuertemente transformado, directa o indirectamente, por la mano del hombre a lo largo de su presencia en la isla. Al igual que en nuestras manos ha estado, y está, la capacidad de transformar el paisaje, también en nuestras manos está la capacidad de conservar y valorar nuestro patrimonio natural, del que vivieron nuestros antepasados y del que también, no lo olvidemos, vivimos nosotros. Está claro que nuestro modelo de desarrollo actual es insostenible ambientalmente, ¿y cuál lo es? Por nuestra parte propongámonos al menos defender nuestros valores, aquéllos que nos han hecho singulares, que no desaparezcan, que no caigan en el olvido, en un mundo sin fronteras por convicción, en el que sepamos al menos quiénes somos.
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Cohombrillo (Citrullus colocynthis) | Pico cuervo (Kickxia heterophylla) |
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Verol (Kelinia neriifolia) | Tájame (Rutheopsis herbanica) |
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Yesquera roja (Helichrysum monogynum) | Algoarea (Chenoleoides tormentosa) |
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Salado blanco (Polycarpaea nivea 'robusta') | Pulicaria canariensis |