De flor en flor por la
Isla de los volcanes
Jorge Alfredo Reyes-Betancort
Fotos: Jorge Alfredo Reyes-Betancort - Sergio Socorro
Todo comienza un día cualquiera de primavera, cuando las escasas lluvias que caen en Lanzarote son sabiamente aprovechadas por las plantas para desplegar todo su potencial de color, de olor y de siluetas que transforman el paisaje de ocres colores que ha durado tan largo tiempo. Hay que aprovechar este efímero despertar para ver, sin duda alguna, la cara más alegre de la Isla.
Salgamos desde Arrecife, por ejemplo, en dirección este hacia Costa Teguise a través de las llanadas pedregoso-arcillosas tan características de nuestro paisaje. Las primeras, desprovistas prácticamente de matorral, son dominadas por un halo verdoso de pequeñas hierbas, poco aparentes, de flores no en exceso agraciadas. Tras hincar la rodilla en el suelo distinguimos el cosco (Mesembryanthemum nodiflorum), la pata (Aizoon canariense), el rabo de cordero (Plantago aschersonii), ¡ay! y el puñetero caíl (Emex spinosa) con sus punzantes frutos.
En las zonas donde se acumulan mayor cantidad de arcillas las plantas se agolpan, se empujan, se entremezclan, para aprovechar el tan necesario sustrato. Aquí el chirate (Stipa capensis), con su larga melena de destellos plateados se mece con el suave aire que nos acompaña, y entre ella, la pelotilla (Medicago laciniata) y el pajito colorado (Anacyclus radiatus subsp. coronatus) luchan por salir de tan tremenda cárcel de finos barrotes, mientras que con sus tonos amarillos las flores de la omnipresente cerraja (Reichardia tingitana) sobresalen en busca de la luz del sol. Con paso lento pero constante, sólo interrumpido por las paradas técnicas de necesidad o para ver el corretear de un picudo (Anthus berthelotii berthelotii), ¿habrá algún nido cerca?, o quizás de algún alcaraván (Burhinus oedicnemus insularum) que emprende el vuelo ante nosotros, nos adentramos en la Maleza de Tahiche. Esta zona de relieve suave se caracteriza por su matorral o maleza de matos (Salsola vermiculata) y espinos (Lycium intricatum). Entre ellos saludan a nuestro paso las higuerillas (Euphorbia regis-jubae) con sus hermosas brácteas amarillosas, algo apesadumbradas por el sucumbir de sus hermanas bajo el paso firme del “progreso”, con su funesto vestido de cemento y asfalto. Hemos llegado a Costa Teguise.
Sin más dilación dejamos atrás la urbe en busca de ese sosiego, de la paz de Los Ancones, un rincón digno de admiración. Al oeste dejamos las montañas de Corona y Téjida dominadas por higuerillas azotadas por el viento. La maleza que nos encontramos en nuestro incesante caminar se vuelve de tonos rojizos por la presencia de dos matos de hojas suculentas que abundan por aquí; la una, Suaeda ifniensis, necesita el fresco del mar, abalanzándose hacia la costa, mientras que a la otra, Suaeda mollis, no le importa aguantar los calores del interior. También podemos observar aquí las algoaeras (Chenoleoides tomentosa), esas pequeñas matas de tonos grisáceos por lo velludo de sus hojas, que nos acompañarán de manera continuada durante nuestro viaje hasta el malpaís de La Corona.
Los enarenados abandonados que encontramos a nuestro paso están recubiertos por las aulagas (Launaea arborescens), arbusto espinoso de porte semiesférico y que crece aquí y allá, desde el nivel del mar hasta la más alta cumbre. La nota de color en estos enarenados la dan los alhelíes silvestres (Matthiola longipetala) que lo tiñen todo de rosa en los años más lluviosos.
Bajo la montaña de Tinamala y sobre el caserío de los Cocoteros cruzamos por los terrenos pedregosos dominados por matos, espinos y algoaeras, siendo frecuentes también las higuerillas. Entre las rocas nos llama la atención unas matitas gruesas, de tallos en principio cuadrangulares, sin hojas, que nos recuerdan a un pequeño cactus, aunque no lo son, y con unos frutos que parecen cuernos. Por aquí se las conoce como colmillo de perro (Caralluma burchardii subsp. burchardii) pero en la vecina isla de Fuerteventura, donde también crecen, las llaman cuernúas. Se trata de un endemismo, que como otros tantos, compartimos con la isla majorera.
Nuestros pies se quiebran paso a paso en tan rugoso escenario. Sin embargo, más adelante vemos como el terreno pedregoso empieza a ocultarse bajo un manto de pálidas arenas algo consolidadas. Entre éstas nos despierta admiración las amarillas flores de un chupón (Cistanche phelipaea), planta que vive parasitando las raíces de matos y algoaeras; una aquí, allí hay otra. ¡Chacho, chacho!, ¡esto está lleno! Otras plantitas que podemos ver por aquí son el salado blanco (Polycarpaea nivea), bastante robusto por cierto, la mata parda o tomillo de mar (Frankenia capitata), una especie de perejil costero (Astydamia latifolia) y la uva de mar (Zygophyllum fontanesii).
Dejando atrás los jables de Mala y atravesando El Cangrejo, desde donde vemos a nuestra izquierda la única presa de la Isla, y más adelante Matos Pardos, llegamos a la playa de la Garita. En ella encontramos un paupérrimo balancón (Traganum moquini) al que parece no le va el pisoteo. ¿Y a quién sí? Aprovechamos la playita para descansar un rato y aprovechar el fresquito de la brisa marina, pues el sol, sí, ese que raja las piedras, está haciendo mella, especialmente en nuestro cogote.
¡Qué!, ¿ya estamos repuestos? Así da gusto salir al campo, siempre con gente tan entusiasta. Nada más salir de la playa, siempre para arriba (norte), nos encontramos con el pequeño pueblo de Arrieta y con el pétreo velo que se extiende bajo la Montaña de la Corona. Este malpaís, o volcán como se le conoce por aquí, se encuentra colonizado por las tabaibas (Euphorbia balsamifera) que lo tiñen de verde, si bien, durante nuestros primeros pasos, este verdor se encuentra suavizado por las azules flores del mato de risco o lavanda (Lavandula canariensis subsp. lancerottensis) que encuentra aquí su mejor representación. Entre las tabaibas podemos ver esparragueras (Asparagus spp.), espinos, veroles (Kleinia neriifolia), tasaigos (Rubia fruticosa subsp. fruticosa) y duraznillos (Ceballosia fruticosa) entre otras.
A lo largo de la costa de este rocoso escenario nos vamos encontrando con pequeños jables donde destaca el fresco verdor del mato moro (Suaeda vera). Más adelante y poco después de cambiar nuestra dirección hacia el oeste nos tropezamos con dos jables de sendas caletas, la del Risco y la del Mero. Es espectacular el contraste de colores y texturas que hay entre el negro volcán y estas blancas arenas donde crecen plantas muy interesantes. Con pesado caminar vemos una curiosa sanguinaria de gruesas hojas (Senecio leucanthemifolius var. falcifolius), la higuerilla de playa (Euphorbia paralias), aulagas, matos, el mato salado (Atriplex halimus) con sus hojas plateadas, balancones, etc.
A nuestras espaldas quedan las blancas arenas y en las hondonadas cerca de la costa el verde intenso del mato moro llena de frescor el ambiente, mientras que en los pequeños entrantes de remansada mar, entre arenas y rocas, algunas plantas más, halófitas por necesidad, se reúnen para reverdecer estos saladares.
El día está llegando a su fin, el sol se ha puesto. ¡Esperen, esperen!, ¡vengan por aquí! La fulgida luna nos conduce a través de los matos moros, arenas, salados (Salsola divaricata), piedras y tabaibas. ¡Toquen, toquen!, estas ramitas cilíndricas sin hojas apreciables son de otra especie de salado (Arthrocnemum macrostachyum) que caracteriza a estos saladares. Vale, vale, no me miren con esa cara, ya sé que es hora de descansar, pasaremos la noche en este lugar que me parece recordar llaman Caletón Blanco.
Amanece temprano y parece que todos tengamos prisa para continuar con el viaje. La noche se nos ha hecho corta, pero hemos dormido bien en tan excelente campamento. Sin embargo, cuando recogemos, nos damos cuenta del desastre que hemos hecho. Las plantas escachaditas han quedado bajo el peso de nuestros cuerpos, de nuestras pisadas, nos viene irremediablemente a la cabeza el pobre balancón de la Garita. No ha sido buena idea, tendremos cuidado para otra vez, quizás sea mejor que acondicionemos otra zona menos vulnerable que estos jables tan bellos y escasos.
Una vez desayunados en Órzola, desde donde se parte hacia La Graciosa y demás islotes, nos dirigimos a través del Valle Grande a la parte alta del Macizo de Famara. Éste macizo que comenzó a emerger de los fondos oceánicos hace nada más y nada menos que unos 10,3 millones de años, es tras el Macizo de los Ajaches y sus estribaciones más meridionales (15,5 millones de años) la zona más antigua de la Isla.
En Valle Grande nos tropezamos con el mato de risco de hojas plateadas (Lavandula pinnata), una planta que sólo se encuentra en este macizo y que curiosamente para volver a encontrarla fuera de aquí tendremos que dejar Canarias con destino a Madeira, donde crece también, relegada a una pequeña franja acantilada en el sur de esta isla.
A medida que ascendemos por el valle se palpa en el ambiente una mayor pluvio-metría y temperatura más agradable, dejando atrás un ambiente más árido y caluroso. Las plantas nos lo cuentan unas veces a voces y otras a susurros; aparecen especies más exigentes que requieren estas mejores condiciones para desarrollar un óptimo ciclo vital: el endémico tojio o jorao (Asteriscus intermedius), la peorrera (Andryala pinnatifida), la esparraguera (Asparagus horridus) o el cerrajón (Sonchus pinnatifidus), todos aparecen en nuestra ascensión. Mientras andamos algo ya cansados por la subidita, casi al llegar a la cima, nos saludan las primeras siemprevivas (Limonium puberulum) que parecen asomarse al balcón para ver tan extraños viajeros. Ya arriba del todo, en la zona conocida como Los Blanquiares, nos paramos para ver los paisajes que nos ofrece la condición privilegiada de una mayor altitud. Con el fresco aire del noreste a nuestras espaldas, dejamos a la izquierda Órzola y a la derecha los Riscos de Famara que se descuelgan vertiginosamente. A medida que nos acercamos al precipicio descubrimos los islotes, La Graciosa en primer término, y después las salinas y la playa del Río. En la inmensidad de estos riscos podríamos perdernos toda una vida y también perderla si no andamos con cuidado.
Los Riscos de Famara, que se prolongan en dirección noreste-sudoeste a lo largo de unos 22 kilómetros, albergan la mayor parte de las plantas endémicas de la Isla, siendo considerado por ello el núcleo biogenético de la flora insular. Entre los endemismos insulares que podemos ver con sólo alongarnos un poquito, destacamos la yesquera o algodonera con sus aromáticas hojas de blanco terciopelo (Helichrysum gossypinum), el tajosé (Thymus origanoides), único representante del género en la flora nativa del Archipiélago, la corregüela (Convolvulus lopezsocasi), el taboire amarillo (Ononis hebecarpa), dos especies del género Helianthemum exclusivos de estos riscos (H. bramwelliorum y H. gonzalezferreri), otra siempreviva que crece acantonada entre el Castillejo y Montaña Aganada (Limonium bourgeaui) y la santa maría, esa margarita de flores amarillosas (Argyranthemum maderense) que florece tras los últimos fríos invernales. Resultón se nos antoja el tajornoyo (Ferula lancerottensis) abundante por todos estos riscos y montañas aledañas, con sus hojas finamente divididas y sus chinijas flores amarillas apiñadas en grupos a lo largo de una vara.
Cerca de donde nos encontramos podemos observar algunos de los escasos restos de vegetación subarbórea que en un tiempo creció por los altos de la Isla. Lentiscos (Pistacia lentiscus), acebuches (Olea cerasiformis), olivillos (Phyllirea angustifolia) se agarran a los paredones verticales de estos riscos, aprovechando el párvulo pero rico suelo que se resguarda en la grietas más profundas.
A paso ligero pero sin correr, no vayamos a caernos, caminamos por la parte alta de estos riscos, con subidas y bajadas al compás de los valles y barrancos que nos encontramos a nuestro paso. Primero Las Rositas, Guinate, Valle de Máguez, de Los Castillos, El Rincón, así uno tras otro vamos dejando los altos de Guatifay, Gayo, La Campanilla, Matos Verdes y por último Montaña Aganada. En ellos el amarillo del alcarcán (Erucastrum canariense) y el azul-violeta de la lengua de vaca (Echium lancerottense) empastan nuestra visión multicolor. Desde lo alto de Aganada miramos hacia atrás para despedirnos del Valle de Haría y Máguez con sus palmeras canarias (Phoenix canariensis) símbolo vegetal de este bello rincón del norte. Al fondo la incorrupta montaña de la Corona nos recuerda la juventud de su rostro, con sus mejillas coloradas por las inflorescencias de las calcosas (Rumex lunaria) que cubren sus laderas. Dirigimos ahora nuestra mirada hacia el suroeste y observamos más adelante un pequeño bosquecillo de acacias (Acacia cyclops) y pinos (Pinus halepensis). Corremos apresuradamente hasta allí a buscar un poco de sombra, de esa sombra que no nos sobra, y que ya estábamos echando en falta. Nos encontramos ante un paraje digno de disfrutar: sus vistas, a los pies La Caleta y Playa de Famara, los islotes al norte, el inmenso mar al oeste y arenosas llanuras al sudoeste y su gran variedad de flores, santa marías, tajornoyos, siemprevivas, tajinastes (Echium famarae), tojios, mato riscos, lenguas de vaca, taboires rosados (Ononis pendula) y el verde de los bejeques que, más tarde, desde finales de mayo hasta agosto colorearán de rosa (Aeonium lancerottense) y amarillo (Aeonium balsamiferum) el paisaje. Buena zona ésta para un tentempié y para refrescar nuestras secas gargantas.
Tras el descanso emprendemos de nuevo el viaje con destino a esa llanura de arenas llamada El Jable. Entre tabaibas, higuerillas, bejeques, espinos y cornicales (Periploca laevigata subsp. laevigata) descendemos por el estrecho sendero que discurre por el barranco de la Poceta, rincón también de especial riqueza florística. Destacamos por su singularidad el tájame (Rutheopsis herbanica), otro perejil salvaje exclusivo de Lanzarote y Fuerteventura, y ya en la parte más baja, la jojoba (Simmondsia chinensis) probablemente introducida por su interés oleaginoso.
Fuera del abrigo del barranco, sin querer alejarnos en demasía de nuestra ruta, nos adentramos un poco hacia la playa de Famara, pues en los bordes de la pista de tierra que desciende a la misma, podemos ver un mato con unas flores que nos recuerdan a un cardo. Se trata de Atractylis arbuscula var. arbuscula uno de los 14 endemismos exclusivos de la isla de Lanzarote. Volviendo sobre nuestros pasos seguimos por la base de los riscos de Famara, bajando en dirección al Jable. Por el figurado camino y con un poco de suerte podemos encontrar un pequeño tojio de grandes flores blancas (Asteriscus schultzii), un elemento canario-oriental que compartimos con la costa próxima africana.
Ya en el Jable lo cruzamos con destino a Caleta Caballo. Estas arenas organógenas son arrastradas por los vientos dominantes desde la bahía de Penedo hacia el interior, alcanzando la costa opuesta, entre Arrecife y Guasimeta. A lo largo de su trayecto esta arena se mezcla con arenas volcánicas, cenizas y arcillas, tomando un color pardo hacia la zona sur. La realidad física de El Jable, la práctica de una agricultura y pastoreo propio de este área, las formas de poblamiento, etc., han configurado una personalidad propia a este ecosistema a lo largo de la historia de Lanzarote.
A medida que caminamos entre las arenas nos sorprende la gran diversidad florística. El matorral lo dominan las aulagas y los codesos (Ononis hesperia), mientras que entre las hierbas destacan la camellera (Heliotropium bacciferum), chabusquillos (Astragalus solandri), taboires rosados (Ononis tournefortii), alfinelejos (Erodium spp.), una lengua de vaca de diminutas flores (Mairetis microsperma) y el junquillo (Cyperus capitatus) entre otras. El endemismo canario-oriental llamado cebollín estrellado (Androcymbium psammophilum), ya sin flores, empieza a corretear y dispersar sus semillas por las arenas al compás del viento. Entre flores, y a nuestro paso, huyen despavoridos hubaras (Chlamydotis undulata fuerteventurae) y corredores (Cursorius cursor), que emprenden intermitente carrera o alzan el vuelo.
Pasado el pueblo de Soó, en el cual parece ser se introdujo como cultivo la barrilla, nos acercamos a Caleta de Caballo donde el atardecer nos sorprende con un dulce aroma que nos envuelve; alhelíes de costa (Matthiola bolleana) que con los últimos rayos de sol nos impregnan con su noctámbulo elixir.
El día amanece cubierto, oscuro, gris, quizás hoy nos caigan algunas gotas y para más infortunio el viento que nos había estado dando tregua durante todo nuestro viaje se ha despertado; así es, Lanzarote sin viento no es Lanzarote; habíamos sido unos privilegiados al disfrutar de tan pasmosa calma. Las primeras gotas caen pero es sólo un chipi-chipi. Caminamos por la costa a empujones de maresía, hasta que, tras blancas edificaciones de aire deportivo, se nos abre un espacio de retenida paz. Estamos ante el saladar más grande de la Isla, donde salados de varios tipos crecen aprovechando los limos y arenas que descansan al igual que aves viajeras en búsqueda de un merecido respiro.
Seguimos por la costa, atravesando el caserío de La Santa. El matorral dominado por matos, algoaeras y espinos se hace dueño absoluto del horizonte, llegando ha desbordarse hacia la costa por los pequeños acantilados. En algunos puntos de nuestro camino nos tropezamos con pequeñas siemprevivas (Limonium papillatum var. papillatum), tomillos marinos (Frankenia ericifolia) y uvas de mar que evidencian el azote constante de un aire cargado de sales.
Poco después llegamos a las casas de Tenézara donde el golpeteo incesante de nuestros chubasqueros azotados por el viento ya resulta desagradable para nuestros oídos. Nos vamos a volver locos y no hay necesidad. Los veo cansados, yo también, lo cierto es que han sido unos días intensos y no es mi intención agobiarlos, todo lo contrario, la naturaleza es, entre otras cosas, un lugar para disfrutar y relajarse, para huir, aunque sea unos instantes, del mundanal ruido. Volvamos a casa, y para aquellos que les apetezca volveremos a vernos para recorrer, de flor en flor, la mitad sur de Lanzarote.