Entre el odio “ilustrado” de los propietarios inteligentes y la inquina salvaje del bajo pueblo urbano y campesino, los árboles se van, los árboles desaparecen rápidamente en Canarias. Unos cuantos años más de destrucción sin freno, y por este lado la ruina del país quedará consumada”.
En El Campo
“Llegamos por fin a los Tilos, el bosque famoso que anhelaba conocer. Es la selva primitiva, llena de dulce y misteriosa sombra. Cierto romanticismo “natural”se desprende de estos lugares; los árboles, añosísimos, tienen una ancianidad sagrada. Las viejas cicatrices y las recientes heridas que afean sus troncos, antójanseme huellas de otros tantos delitos. Implacables navajas han trazado, desgarrando en mil puntos la corteza, caprichosos dibujos y zig-zag, letras que nada dicen al visitante, cifras enlazadas que para nosotros carecen de significación, semejantes a mutilaciones. ¿Qué falta hacía el abecedario en medio de esta grandeza?”(…)
“Pero la Montaña representa, como he dicho, un oasis en la ingrata aridez de Gran Canaria.
Al abandonarla y volver a internarnos en las tierras llanas, desnudas de arbolado, sentimos la impresión del vacío. Los árboles no solo alegran la vista, sino que inspiran ideas elevadas, puras, nobles; no solo hermosean el paisaje, sino que engrandecen el pensamiento de quién los contempla. Junto a ellos, las cosas pequeñas resultan mínimas, y las grandes inmensas.”
La Montaña II, En Diario de Las Palmas, nº 2.339, 24-9-1902
“Por esta razón yo, que soy de veras escéptico en materias humanas, no niego sino ‘moderadamente’. Niego hoy, mañana afirmo. Hago la profecía de que otros hombres vendrán, mejores que los presentes, y con esos hombres los plantadores de árboles. Me impongo el optimismo como un deber. Me complazco en engañarme creyendo que nuestra campaña en favor del arbolado se logrará en tiempos venideros.
Pero, me engañaré verdaderamente?¿Quién lo sabe? De cualquier modo es grato dormirse en la confianza, repetir con energía creciente: ‘es necesario’, y tratar de convencernos de que lo necesario se hará.
Neguemos, amigo mío, pero neguemos con moderación. Y si algún hecho nos invita a ser optimistas, exageremos el optimismo. En esto no hay peligro: en lo otro, en el negar continuo, si lo hay.
Seamos escépticos que se esfuerzan en ser creyentes y veamos de construir con tantas y tan horribles negaciones alguna afirmación.”
Es necesario. Carta abierta a mi distinguido amigo el doctor D. Diego Guigou. En Diario de Las Palmas, nº 2.507, 24-4-1903.
“Vino un pajarillo a mi balcón, y me trajo un grano de trigo. Entró un hombre en mi casa, y me trajo veneno.”
Pensamientos, En El Progreso,
nº 9, 14-9-1906
“Todos tenemos algo que plantar en esta tierra profanada por las luchas del odio; todos tenemos nuestro árbol que plantar y nuestros votos, nuestros cuidados, nuestros afanes paternales, nuestros deberes tutelares para ese árbol. Representantes del pueblo, plantad el árbol de la libertad, de la probidad y de la equidad, procurando que sus raíces ahonden hasta la última capa del alma popular, inmensamente fecundas; jueces y magistrados, afirmad el árbol de la justicia y esforzaos porque sus ramas abriguen por igual a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los débiles; maestros y preceptores, plantad el árbol de la instrucción y acercad su fruto a los que están hambrientos y sedientos del pan y del licor de la vida; sacerdotes, fieles, hombres, plantad el árbol de la caridad que desarma el rayo de la cólera y florece con las flores del amor; ciudadanos, plantad el árbol del civismo que ennoblece y levanta los pueblos, que encumbra la santidad de la patria sobre todas las santidades de la tierra”.
Fragmento del discurso pronunciado con motivo de la Fiesta del Árbol, celebrada el 27-11-1910 en Las Palmas de Gran Canaria.
En El Apóstol, nº 1, 10-12-1910
“¡Nada de política!
Hay motivos sobrados para imponerle a la política una proscripción absoluta en los periódicos que aspiren a gozar del favor público. La política entendida al uso de la mayoría, es un veneno que se esparce en el ambiente, en vez de ser un estimulante y un tónico. No se la inspira en ideas, sino en intereses materiales; no se la ama, sino que se la explota; no se procura ‘servirla’, sino ‘hacerla’. …
La política, así realizada, es una lucha entre la razón social: ‘Quítate tú para ponerme yo’, y la razón social: ‘Aquí estoy, aquí me quedo’. Es una ola de ambición triunfante que sube y otra ola de ambición vencida que se retira, en eterno vaivén. Es una versión pésima de la filosofía diabólico-mundana de Maquiavelo, puesta al alcance de cualquier desahogado.
Su doble carácter idealista-realista (ideas, hechos) se ha empequeñecido y pervertido hasta la bajeza de un naturalismo en que todo adquiere formas brutales, apariencias groseras. Para el político de la nueva escuela no hay más dios que el diocesillo Éxito.
Pero la política mala no es toda la política -¡medrados estaríamos si lo fuera!- y al corazón del público se llega por otros mejores caminos.
Nada de política naturalista. Si acaso, cuándo fuere preciso, aquella otra a que antes me referí, idealista-realista, la única que comprendemos y practicamos”.
¡Nada de política!, El Apóstol, nº 1, 10-12-1910
“Es necesario que la Escuela contribuya en primer término a crear las costumbres civilizadoras y a poner los cimientos de los progresos futuros interesando en ellos, desde muy temprano al niño, el hombre de mañana, el ciudadano en formación…
Las Fiestas del Árbol, celebradas hoy en todas partes, hasta en países semibárbaros, son, por ello, fiestas escolares principalmente. Las manos infantiles se ejercitan en la hermosa tarea de plantar y preparar así el bosque, la vegetación copiosa y benéfica que usufructuarán las venideras gentes.
Los maestros prolongan fuera de la cátedra su enseñanza; ponen a los tiernos escolares en contacto de la naturaleza, y hacen que la naturaleza sea la primera educadora, la suprema atracción del alumno que aprende a contemplarla bajo el aspecto de una próvida e inagotable maternidad.
Nada más bello, nada más socialmente fecundo ni más humanamente edificador. El árbol y el niño, asociados, forman un solo emblema de fuerza y de gracia, representan un mundo de promesas contenidas dentro de una vitalidad incipiente. Comienzan a vivir juntos, crecen apoyándose el uno en el otro, y si bien el niño está destinado a perecer primero, el árbol se desarrolla más lentamente y queda como símbolo de perpetua juventud para ofrecer su sombra y su protección a las generaciones que se sucedan.
El niño, al plantar un árbol, aprende en la práctica lo que vale ese agente de riqueza, lo ama y lo respeta, siéntese asociado a su crecimiento, envuelto en la red de sus raíces (…) Establece estrechas relaciones entre su propia vida y la del vegetal que existe por un acto de su voluntad libre, entre su sangre y la savia del arbolito (…) Le da su nombre, le atribuye y le traslada su personalidad naciente e indefinida aún (…) Le confunde en sus afectos familiares y le incorpora a las figuras sacrosantas y a los poderes tutelares de su hogar.
No se concibe, repito, cosa alguna tan dulcemente consoladora como esta cooperación de esfuerzos, como esta orientación de sentimientos y de ideas. El niño-árbol y el árbol-niño, en el misterioso desarrollo de una infancia común, brindan a la patria sus primicias. La patria les sonríe por igual, la tierra goza de sustentarlos, les rinde homenaje. Parten de la Escuela los impulsos que habrán de transformar las condiciones sociales. Es preciso que de ella igualmente surjan las lecciones y las prácticas de cultura superior que en el infante de hoy labrarán poco a poco la fisonomía definitiva del hombre civilizado de mañana.
La Escuela y la Fiesta del Árbol son dos instituciones que se completan. No hay a la hora presente ningún pueblo adelantado de Europa ni de América donde no vaya la una en pos de la otra.
Los frutos de la enseñanza se multiplican y se perfeccionan por medio de esta asociación. Se lo decimos a nuestros maestros para que reparen en ello y procedan en consecuencia”.
La Escuela y la Fiesta del Árbol. En El Apóstol, nº 3, 30-12-1910
“Es la hora de la alta marea. A lo largo de la playa, en la dulce placidez de la tarde dormida, en la bella curva levemente festoneada de blanco por las ondas espumosas, entre el caserío y la línea de la ribera, bulle una heterogénea multitud. El mariposeo de las sombrillas multicolores anima todo aquel espacio, mientras por las aguas quietas, movidas de suavísima palpitación que parece una turgencia voluptuosa, los barquichuelos entregan el halago de la brisa sus lomas y se persiguen como cisnes en un estanque.
‘Nuestro querido amigo y compañero’ el mar está de muy buen humor, juega en la playa como una discreta criatura, haciendo apenas ruido (…) La tarde se ha puesto densamente pálida, se ha desmayado, va a morir en las lejanas cumbres de la isla que ostentan su espantosa desnudez y su belleza trágica (…) El mar sigue jugando con la discreción de un niño que no quiere descomponer sus vestiduras, y todos lo tomamos por testigo: los unos de sus juramentos apasionados, los otros de sus desencantos desgarradores, éstos de su amor, aquéllos de su dolor…”
La playa de Las Canteras,
En Diario de las Palmas,
nº 5.455, 9-9-1913
“Lanzarote es una isla hermosa, aunque sus hijos no lo crean. Quizás les impide apreciar bien su belleza el hábito visual, el reflejo de una única constante visión en la retina y en el cerebro. Malos conocedores son los que ven las cosas de cerca y las miran demasiado. Los extraños vemos mejor.
Es hermosa, realmente hermosa esta isla. Sentimos una impresión que no puede describirse cuando, desde las alturas de aquella escalinata de gigantes que forma la carretera en las inmediaciones de Haría, la villa encantadora se nos aparece de pronto entre sus palmeras como una bella hija del desierto; pero el desierto mismo tiene su muy peculiar hermosura, tiene grandeza y tiene majestad”.
En Tierras sedientas, Las Palmas de Gran Canaria, 1921
“Henos ya en el umbral de la selva que alza ante nosotros su masa sombría. Llegamos, como llevo dicho, al cerrar de la noche, cuando, apagados los últimos rumores del trabajo campesino, la extensión poblada de árboles tórnase doblemente misteriosa. Las sombras se tienden entre los troncos; vamos tropezando con el manto negro de las tinieblas salpicado de rayos de luna.
A medida que nos hundimos en la obscuridad, el horror y el encanto crecen. La presencia de lo enorme nos aplasta, pero la adivinación de lo divino nos engrandece, nos consuela. Esto pudiera llamarse condensación natural del tiempo en el espacio. Nuestras edades reunidas no son nada si las comparamos con cualquiera de los colosos inmóviles que entrelazan sobre nuestras cabezas sus múltiples brazos. Los siglos nos contemplan y nos saludan. Por los claros de la bóveda llega a nosotros el misterio de las radiantes excelsitudes. Nunca soñé encontrar en Canarias un sitio de tan romántica belleza”.
En A través de Tenerife,
La Laguna, 1923
“El leñador regresa del campo al caer las nieblas vespertinas. Envuelto en ellas avanza, y tiene no sé qué de horrible y fantasmal. Con su hacha al hombro, su caballería cargada de despojos negruzcos e imprecisos bajo la cerrazón creciente, evoca la silueta de un verdugo que vuelve de cumplir su faena y trae desmontada a lomos de una bestia, no más bestia que él, la armadura del patíbulo. Ora surge rojo, iluminado por los últimos destellos solares que le ponen en el rostro una mancha sangrienta, ora negro, bañado en la sombra de su botín. … Todo ese tesoro furtivo de saqueos escandalosos se agitaba sobre la cachazuda acémila, cuyos cascos sacaban chispas a las piedras de los senderos en la santa paz de un anochecimiento dulce como el beso de una madre… Y el hacha, devastadora, que siega los cuellos criminales, que cercena cabezas de reyes mártires y de encarnizados asesinos, estaba perfumada del olor de sus víctimas inocentes. Olía a resina, a brezo, a rosas… Diríase que iba a ser depositada como ofrenda en las gradas de un altar”.
El leñador. En Hoy, nº 784, 26-6-1936