Palmeras del paisaje isleño
Rubén Naranjo Rodríguez
Pintura: Lucas de Saá
Fotos: Rubén Naranjo Rodríguez - Rincones Cuando Plinio nos deja en su Naturalis Historia la primera descripción conocida del paisaje canario, hace hincapié en la exuberante vegetación, señalando además que en aquella isla, cuya denominación dará nombre posteriormente al conjunto del Archipiélago:
…si bien todas abundan en cantidad de frutas y de aves de todas clases, ésta también abunda en palmeras productoras de dátiles y pinos piñoneros;…
Sin duda no es una casualidad que los inmensos palmerales que poblaban la isla de Canaria sorprendieran a los expedicionarios de la antigüedad, como hoy lo siguen haciendo aún, los vestigios de aquellos soberbios bosques. De tal manera que ello influyó en la denominación que recibieron los primeros territorios colonizados, alcanzando incluso al nombre completo de la más noroccidental de las Islas Canarias: La Palma. En otros casos, la mera pronunciación de su nombre, nos evoca una placidez de oasis, en medio de la silente desolación del paisaje de Fuerteventura: Vega de Río Palmas. Las Palmas dieron nombre a la primera ciudad fundada por Castilla más allá de Europa, en su expansión hacia el Atlántico, como así también otras Palmas, Palmitas, Palmitales y Palmarejos, sirven de topónimo a otros tantos rincones de Canarias.
Sin embargo, a partir de ahí, comienza un proceso de transformación radical del medio, en el que los palmerales no correrán mejor suerte que otras especies vegetales, capaces de dar lugar a formaciones boscosas. Los datos que nos aportan las diversas fuentes historiográficas son elocuentes al respecto. Así en la relación de la Conquista de Canaria de Pedro Gómez Escudero, se afirma que:
… toda la isla era un jardín, toda poblada de palmas, porque de un lugar que llaman Tamarasaite quitamos más de sesenta mil palmito i de otras partes infinitas, i de todo Telde y Arucas.
Más allá de las necesidades propias de la creciente población, la destrucción indiscriminada o el acaparamiento por parte de una significada minoría, de los siempre limitados recursos naturales, la colonización determinó un cambio irreversible en aquel panorama edénico que reflejaban las primeras crónicas. Visión que siguen repitiendo con posterioridad los literatos isleños. Así se canta de la ‘selva’ perdida, a la que el caudillo canario Doramas dio nombre, un lugar donde según Bartolomé Cairasco:
Las palmas altísimas
mucho más que en Egipto las pirámides,
que los sabrosos dátiles
producen a su tiempo y dulces támaras. En la que parece una disputa, a la hora de dibujar un escenario paradisíaco, el poeta Viana insiste en presentarnos un escenario en el que:
producen sus espesos y altos montes
álamos, cedros, lauros y cipreses,
palmas, lignaloeles, robres, pinos, ...
Ya en Viera y Clavijo encontramos el rigor del pensamiento ilustrado, pero también la exaltación que imprime en sus sentidos el mundo natural:
Cuando se examina una palma con ojos de naturalista es cuando se echa de ver la particular atención que ella se merece. Su talle tan eminente y tan delicado a proporción tan recto, tan gallardo y rollizo, sin gajos, sin corteza, defendido, solamente en sus primeros años, por los pezones de los pírganos que se van cortando, hasta que, gastados éstos de su vejez, queda el tronco áspero, rugoso y plagado de las cicatrices.
La palmera canaria nos identifica y así lo reconocerá incluso Unamuno, que en su patrioterismo hispano había desdeñado el universal almendro de Estévanez. Don Miguel, meticuloso observador del paisaje isleño que le evocaba otros territorios, sin embargo su percepción quedará alterada por la visión de las palmeras este árbol litúrgico que parece un gran cirio de inquieta llama verde…. Y si la palmera no dejó indiferente al insigne profesor, tampoco su presencia pasa inadvertida para los creadores isleños. Es la palmera seca de Femés en Arozarena, los verdes molinitos de juguete de Espinosa, la que se eleva en el olvido para Josefina de la Torre, el fondo marino de palmeras en Padorno o su crecer indomable en Millares Sall ...
Nuestra amiga la palmera
Sin embargo, hay dos elementos que juegan a favor de la presencia de la palmera en nuestro paisaje. Uno natural, derivado de la facilidad que presenta la especie para desarrollarse y colonizar territorios donde antaño fuera abundante o se dan las condiciones necesarias para ello. Esto último puede observarse en diversos espacios de las Islas, significativamente en uno de esos lugares donde las crónicas nos hablan de su abundancia, Tamaraceite. En lo que hasta hace unas décadas fueran fincas de plataneras, crecen ahora multitud de jóvenes ejemplares de palmeras, en un simbólico intento de recuperar el territorio perdido. Otro de los factores, y que ayuda al anterior, es el valor que la palmera ha tenido en la cultura tradicional de las Islas. En la mentalidad rural, no hay lugar para el árbol que no da fruto, y en ese sentido la palma canaria tenía mucho que ofrecer a nuestros labradores. La gente del campo obtenía de la palmera comida para los animales, materia prima para diferentes labores artesanales, y también en algunas Islas, constituía un recurso alimenticio más. En La Gomera, la extracción del guarapo y la elaboración de la miel de palma, garantizaba incluso una fuente suplementaria de ingresos. En otros casos, en épocas de necesidad, que siempre fueron más abundantes que deseadas, las palmeras ayudaron a matar el hambre. Curiosa es la referencia que aporta el profesor e investigador Juan Manuel Hernández Auta, recogida de su propia abuela, doña Manuela Mesa Díaz, nacida en Muñique, Lanzarote, en el año 1896. Su vida, hasta los 96 años, se desarrolló en Tiagua, y afirmaba que en los tiempos de escasez,
hacían gofio con la harina que sacaban de los pírganos de las palmeras. Un dato semejante aparece en el número 285 de la revista Canarias de Buenos Aires, correspondiente al mes de diciembre de 1934. Como referencia curiosa cabe considerar el comentario donde se afirma que los aborígenes canarios
no tenían maíz, que fue de América, pero hacían su gofio con cebada, trigo, centeno, y cogollo de palma y otros granos.
En otra época de aguda crisis, tras la dictadura que sobrevino al golpe de estado y la guerra civil, en plena autarquía, la prensa isleña, en concreto el periódico Falange, recogió a lo largo de varios capítulos, una propuesta para “rentabilizar” las palmeras que crecían a lo largo de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Pascasio Trujillo, autor de esta amplia serie de artículos –once en total, entre junio y julio de 1943– defendía la industrialización de los palmerales, atendiendo a dos objetivos:
al fomento de la autarquía nacional, en primer lugar, y a extender una profesión que puede absorber, y bien remunerada, una parte del paro. Como ejemplo, entre otras muchas, se ponían las esbeltas palmeras del Pueblo Canario, cada una de las cuales
podría estar dando setenta y dos duros anuales para el propietario y vida a un arrendador.
Añoranza de palmeras
Aún con todo, la palmera siempre ha tenido sus enemigos. La nueva orientación que adoptó la agricultura isleña, a partir de la extensión de dos nuevos cultivos dedicados a la exportación, el plátano y el tomate, determinó que la presencia de la palmera no siempre fuera deseada. Denuncias al respecto aparecen recogidas en la prensa, como se señala en un suelto del periódico Hoy, en su edición correspondiente al viernes 29 de septiembre de 1933, donde se expone que:
No hemos podido explicarnos nunca por qué hay propietarios de terrenos de cultivo que tienen declarada la guerra a muerte a las palmeras. Árbol de raíz profunda, que no da sombra ni es agotador, y que, bien explotado da su rendimiento, es además de todo eso un elegante elemento decorativo de valles y laderas. Pese a ello, seguía enfatizando el periodista: Ninguna de esas cualidades le salva del odio de un avaro ignorante. Se decreta su muerte y, fríamente, so pretexto de poda se le clava una estaca en el cogollo. Para terminar preguntándose: ¿No hay un Patronato de animales y plantas? ¿A cuándo espera para ejercitar su acción?.
Todavía hoy, si bien la legislación actual protege a la especie, paradójicamente sólo en estado silvestre, su futuro no está asegurado. El peligro cierto que suponen las nuevas plagas llegadas a las Islas, sobre todo a partir de la importación de palmeras datileras (Phoenix dactylifera) para su uso ornamental tanto por particulares, como lo que es aún más grave, por administraciones públicas, hace temer por su supervivencia. A lo que cabe añadir la hibridación con esta especie, dada la facilidad que ofrece para ello. A todo esto se suma el inadecuado mantenimiento de los palmerales, fundamentalmente los cultivados, que facilitan la propagación de plagas y enfermedades. Por no hablar de los continuos atentados que sufren muchos ejemplares, lo que lleva a su pérdida, por la acción de particulares y la inacción, o complicidad, de las propias autoridades que, sobre el papel, deben velar por su defensa y conservación. El maltrato a las palmeras es enfermedad crónica, pues el propio don Andrés Navarro Torrent se hacía eco, hace más de cien años, en un artículo publicado en el Diario de Las Palmas, el 9 de septiembre de 1901, del
grito de indignación de nuestras palmeras cuando el machete convierte en moño de vieja sus espléndidas cabelleras. En nuestros días, personalidades como don Jaime O’Shanahan siguen ejerciendo el apostolado por el buen trato a las palmeras, denunciando abusos y repartiendo semillas que siempre lleva en sus bolsillos.
Frente a la preocupación por nuestras palmas canarias, sobran los ejemplos del maltrato en Las Palmas de Gran Canaria, Arúcas, Teror, Agaete, … Incluso, en el abandono de los incipientes palmerales, creados con gran esfuerzo a lo largo de los márgenes de la autovía del sur grancanario, a fin de maquillar tan desolado paisaje, y que se han dejado secar con total indiferencia.
En algunos casos, centenarias palmeras canarias han desaparecido del paisaje isleño, siguiendo la cruel sentencia de la naturaleza, como sucedió con la magnífica Palma de la Conquista de La Orotava, referencia de cuantos viajeros recorrían la Isla y derribada por un temporal a comienzos de 1918. Mientras que en Gran Canaria, la familiar y soberbia palma del barrio capitalino de San Roque, ha sido una más de los centenares de ejemplares, que la incansable labor ‘palmericida’ municipal, ha hecho eliminar en los últimos años. Mejor suerte corrió la Palmita de Tafira, salvada de su destrucción en los años setenta por la movilización ciudadana, la cual impidió que el ensanche de la carretera del centro de la Isla se la llevara por delante.
Pero en esta apresurada visión de nuestro árbol nacional, merece la pena detenerse brevemente en comentar la particular aversión que existe en algunos lugares del Archipiélago hacia la palmera canaria, y por extensión a cualquier referente arbóreo. No deja de ser todo un signo, que la capital de la Isla de Canaria, comenzara a crecer desalojando un hermoso palmeral. Las crónicas son elocuentes al respecto, al indicarnos que así se denomina
la ciudad del rreal de las Palmas por auer muchas en él, particularmente tres muy altísimas, vna de las quales la más alta a quedado, y la an dejado por memoria dellas, …
Y por su parte Viera añade además que
las primeras casas de la ciudad de Las Palmas fueron techadas con sus incorruptibles troncos.
Tal vez sea un estigma que pasados los siglos, siga existiendo un deseo de borrar la presencia de la palmera en la ciudad. Ya en 1902, a los pocos días de celebrada la Fiesta del Árbol en la capital grancanaria, la primera que se celebró en toda Canarias, su promotor, Francisco González Díaz, “el apóstol del árbol”, se quejaba amargamente:
Estoy intranquilo por la suerte de las palmeras que acabamos de plantar en la plaza de la Feria. ¡Pobres y queridos arbolillos! Necesitan protección y no la tendrán por parte del público… El instinto destructor y el carácter vandálico de nuestra granujería callejera, se ejercitarán una vez más en contra de los nacientes árboles. Razones no le faltaban. Al final, de aquellas palmeritas plantadas con tanta ilusión y en medio del boato oficial, de himnos y discursos, no quedaría ni un solo ejemplar.
Hoy en día, en esa misma plaza, las palmeras también van desapareciendo poco a poco, siendo sustituido el parterre que ocupaban por gris cemento. Otro lugar emblemático de esta ciudad, la calle Bravo Murillo, antiguo Paseo de los Castillos, y donde casualmente tendría lugar la segunda Fiesta del Árbol celebrada en la Isla, vio hace unos cuantos años cómo eran eliminadas las palmeras que la adornaban. El derribo por un temporal de un par de ejemplares, determinó que por decisión municipal, en una noche fueran taladas todas las palmeras de la calle.
La salvajada no tendría mayores consecuencias. El edil responsable de tal atentado se limitó a declarar que no le volvería a temblar el pulso a la hora de desmochar más palmeras, añadiendo que
no hay mayor diferencia entre talar palmeras o cortar lechugas. Con posterioridad, un desgraciado accidente que acarreó la muerte de una persona, por la caída de la copa de una palmera enferma en el Parque de Santa Catalina, ha venido sirviendo para que en los últimos años, el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria se haya dedicado a talar centenares de palmeras a lo largo de todo el término municipal, por temor a un hipotético accidente. Sería la expresión de la “guerra preventiva” llevada a la jardinería, donde se viene ejerciendo la “tala preventiva”, si bien no existe constancia de que la mayoría de los ejemplares eliminados corrieran algún riesgo cierto de caerse. Pero lo que resulta aún más lastimoso, es que el lugar que ocupaban esas palmeras, se tapa con cemento o como mal menor, son sustituidas por alguna especie arbustiva. En otras ocasiones, la delicada labor del trasplante, de aquellos ejemplares que resulta inevitable trasladar para la ejecución de alguna obra, se efectúa sin ningún método, determinado la muerte de decenas de ejemplares. Por si fuera poco, las contadas plazas de la urbe más poblada del Archipiélago, y por el contrario, con menor número de árboles por vecino, se vienen convirtiendo en las desoladas azoteas, de los aparcamientos que ocupan su subsuelo. Plazas duras llaman a estos espacios donde solo hay lugar para el gris cemento, y donde un mobiliario urbano de dudoso gusto sustituye a la imprescindible vegetación. Apenas va quedando, en la “ciudad de las palmas”, un sueño de palmeras. Lo verde, como en aquella película de la transición, tal vez empiece en los Pirineos...
A pesar de todo, la palmera canaria, nuestra Phoenix canariensis, maltratada y talada en las ciudades; en el mejor de los casos, olvidada en nuestros campos, constituye un patrimonio indisociable del paisaje isleño. Su presencia, aislada o formando pequeños bosquetes que nos recuerdan su importancia pasada, es un referente identitario de Canarias y, paradójicamente, una de las especies vegetales ornamentales más cosmopolita, valioso elemento de parques, jardines y avenidas de todo el planeta. Lugares donde su presencia es a la vez apreciada y aceptada como un elemento más de su propio paisaje. Palmera canaria y palmera del mundo. Tal vez por ello, hasta un genio universal como Pablo Picasso acertó a incluirla en uno de sus lienzos ...