EL CASTAÑO DE LAS SIETE PERNADAS
" A mi querido y respetable amigo, Don Francisco Miranda, tinerfeño, benemérito,
artista y gran difusor de la cultura desde su antigua librería de la Orotava "
Refugio de gigantescos árboles,
las vertientes de las cumbres de
La Orotava tuvieron fama por la
belleza y el vigor de su flora. Sus pinos, sus
cedros, sus castaños, de una corpulencia
desmedida, eran como pregones portentosos
de las maravillas de la selva canaria,
próxima a extinguirse. De lejos venia la
avalancha destructora, arrasando las arboledas,
sembrando el exterminio y la muerte,
como una nueva horda de Atila, y ya se
sentía en los bosques vecinos los golpes
de las hachas como anuncio siniestro de
su fatal e inevitable destino. Pronto iban
a desaparecer también aquellos gigantes,
viejos moradores de las cumbres, que siglo
tras siglo habían resistido, impávidos y
fuertes, los más desatados vendavales. Ya se
les acercaba la hora de doblar su cerviz,
bajo la cuchilla de los verdugos…Y fueron
cayendo uno tras otro, con breves intervalos,
segados por la implacable guadaña. Los
primeros en sucumbir dejaron a los otros la
tortura de ver como crujían y se desgajaban
los troncos heridos y como crepitaban
sus maderas entre las furias de las llamas.
¡Hasta que caían ellos también! ¡Últimos
“abencerrajes” de la cruenta cruzada!
Hasta los comienzos del siglo XVIII la
selva del Valle de La Orotava conservaba
en gran parte el esplendor y lozanía de los
primeros tiempos. En 1728, según informe
del regidor Don José de Anchieta, la masa
forestal se extendía desde la Fuente del
Madroño para arriba, y hallabanse igualmente
cubiertas de árboles silvestres las
tierras situadas por encima de la llamada
Vereda de los Mulos. Mas ya a mediados
de dicho siglo, comenzó la desaforada destrucción
del bosque, y en un Consistorio
celebrado el año 1752, el propio regidor
formulaba una enérgica protesta contra las
grandes talas que se estaban realizando en
la foresta de la Orotava.
Ejemplares notables
de castaños, barbusanos, sabinas, mocanes
y pinos fueron inmolados a la codicia y
la rapiña de los leñadores, al amparo de la
indiferencia e insensibilidad del país, que
entonces, como después, adoleció de la
falta de una dirección consciente y celosa
del interés general. A partir de aquella
fecha el expolio fue continuo. Hasta consumar
totalmente su obra de destrucción,
puesta al desnudo en los grandes calveros
de nuestras montañas, despojadas de todo
ropaje de vegetación. Zonas de esterilidad
que muestran sus desiertas lomas como
vientres infecundos, despanzurrados por
bárbaras plantas… Quedaron únicamente
las huellas, los restos aislados de la desaparecida
selva. Ahora, ya sólo se conserva el
marco espléndido de insuperable belleza,
que la rodeaba. Marco
que siempre mueve a
admiración a los viajeros
y a los artistas. Uno de
ellos, de tan fina percepción
como el académico
belga Jules Leclercq,
gran exaltador de nuestra
tierra, decía hablando
de estos bellos parajes de
los altos de La Orotava:
“Desde las alturas a que
hemos llegado, vemos
desplegarse a nuestros
pies, con todas sus armonías
y sus campestres
gracias, el inmenso Valle de La Orotava
desde los ribazos de Santa Úrsula hasta
las lejanas villas de los Realejos. Es uno
de los panoramas más maravillosos que
se pueden contemplar. La vegetación se
transforma a ojos vistos: pasamos súbitamente
de la zona tórrida a la templada,
de los trópicos a los Alpes.” Y añadía que
lo que más hacíale creer que estaba en
los Alpes eran las cabras que pacen en
estas regiones, agitando las campanillas
que penden de sus cuellos, y que vistas al
través de la bruma semejan vacas pequeñas,
de grandes que son.
¡Aguamansa, Monte-verde, Los Órganos…!
Paisajes donde la luz, el color, los
árboles, las brumas y el ambiente todo
tienen un matiz, una emoción y un espíritu
distinto a los demás paisajes canarios. En
ellos, seguramente, debió morar el Dragón
de las Hespérides. Tierra de antiguos castañeros,
aún conserva La Orotava el prestigio
de estos árboles que parecían haberse
dado cita en esta región para manifestarse
en toda su viril y arrogante prestancia.
¡Castaño del Marqués de la Candia! ¡Castaño
de Aguamansa, el de las Siete Pernadas…!
¿Quién no oyó ponderar su fama?
Del primero se conserva aún su tronco
seco como recuerdo del centenario árbol,
tan vinculado a la noble casa, que se placía
en abrir las puertas de su jardín para mostrarlo
a la admiración de los visitantes
extranjeros. Sus gajos eran tan corpulentos,
que fue preciso construir un soporte
para que no se viniese al suelo uno de
aquellos. Y se dio el
caso curioso de que del
fondo de la pared que
servía de puntal surgiese
un brote que al cabo de
los años se convirtió en
hermoso árbol. Ambos,
padre e hijo, sucumbieron
hace ya algún
tiempo, quedando solamente
el tronco del más
viejo. Y los actuales
poseedores del jardín,
señores de Cólogan,
demostrando su veneración
y amor al árbol
familiar, de tantos recuerdos para ellos,
han rodeado el decrépito tronco de una
verja de floridas enredaderas. Digno sudario
del admirable ejemplar, que se calcula
tenía más de cuatro siglos de edad.
Todo era opulencia en este árbol: hasta sus
espléndidas cosechas de castañas, que en
algunos años excedieron de quince fanegas.
Y su fruta, sabrosa y de gran tamaño,
disputábansela las compradoras por ser la
que más fama tenía en todo el Valle.
De mayor corpulencia aún que el citado
ejemplar del Marqués de la Candia, es
el castaño de Aguamansa, popularmente
conocido por el de las “Siete Pernadas”.
También de antiquísimo origen, mide más
de doce metros de circunferencia, y a poca
altura de su tronco parten siete grandes
gajos, todos de considerable grueso, que
hoy han quedado reducidas a cinco, pues
dos han sido destrozadas por los vientos.
Entre ellas había instalada en otros tiempos
una mesa para cinco personas, a la
que se subía por unos escalones de piedra,
y en la cual acostumbraban merendar los
turistas. El castaño se halla enclavado en
una finca que perteneció a López Doya
Gallego, al que le fue concedida por el
noveno Adelantado, abuelo del Marqués
de la Candia, Don Juan Máximo Franchy,
y se decía que en este árbol fueron ahorcados
varios reos en los tiempos de los primitivos
justicias de la Isla. Últimamente era el árbol
predilecto de las clases populares, que en
torno del añoso tronco celebraban divertidos
ágapes y ruidosas zambras. Y lo frecuentaba,
sobre todo, la gente moza, ávida
de divertimiento y buena suerte, por que
existía entre ella la tradición de que bajo
las ramas del castaño habían encontrado
siempre feliz augurio los devaneos amorosos.
¡Cuántas miradas relampagueantes de
pasión y de ilusión se han cruzado a la
sombra del viejo árbol! Y cuántas veces,
también, se habrán dicho los que hallaron
en él la buena suerte, la soñada ventura:
-¿Te acuerdas…? ¡ Aquel día, en el “castaño
de las Siete Pernadas”…!
Introducción: Lazaro Sánchez Pinto
" El Castaño de las 7 pernadas": Leoncio Rodriguez
Fotos: Toño Perera - Daniel Fernández Gálvan